Alicia's Portrait

Para Alicia, naturalmente

-Pedro Enrique Rodriguez
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Husmeaba entre los estantes de una vieja librería del Centro de una ciudad vasta y plana, cuando de pronto, como se descubren los caracoles, encuentro una antología de pintores de época. Al hojear en desorden sus grandes láminas de colores me topo en la página 237 con una pintura que me cautiva: se trata de un óleo con colores pasteles de una habitación con un baúl, una silla y una ventana. Poco más allá de la ventana se alcanza a ver muy poco. El ángulo de un tejado, una cornisa en la distancia, los tonos silenciosos del atardecer. Al verlo, sin saber muy bien por qué, me quedo detallando esa ventana largo rato. Con la mirada fija en esa imagen siento de pronto ganas de entrar al espacio cerrado del cuadro, caminar hasta la ventana y mirar al exterior. Sumergido en esta idea, imagino que se trata de una vista modesta y cálida, probablemente los bajos de una casa vecina, un patio interno con jardines y gatos, dos o tres paredes blancas. Siento que al estar ahí, dentro del ámbito silencioso del cuadro, justo al frente de la ventana, me vuelvo de pronto hacia la habitación iluminada de un modo tenue por los rayos de la tarde y descubro, sobre una mesita de madera que el cuadro no quiere, no puede mostrar desde su perspectiva exterior, un portarretrato de plata ovalada y en él, un rostro. Ese rostro, descubro luego (aunque ya lo sabía) es el rostro de Alicia, en quien tanto pienso en estos días de distancia.

Fascinado por ese descubrimiento imprevisto atravieso la habitación exigua, mientras escucho el sonido de mis pasos sobre el piso de madera y entonces tomo el portarretrato de plata ovalada entre mis manos. Se trata, ciertamente, de una bella imagen de pose que nunca antes había visto. Encantado, observo su nariz diminuta y constato el modo como esa graciosa hendidura en la punta propicia el efecto de como si sonríe; me detengo, luego, en sus grandes ojos almendrados y profundos, bellamente enmarcados entre sus pómulos torneados, pequeños párpados y largas pestañas de muñeca. Sus labios siempre parecen estar húmedos (cuando sonríe, sus labios crecen como un hermoso jardín en todo su rostro); detallo sus mejillas con las formas de ciertas frutas dulces; me detengo, luego, en su quijada que es, en cambio, un poco angulada, dándole al conjunto de su cara un aire nocturno entre tantos detalles tiernos. Miro su cabello que cae muy suave, a la manera de una cascada o una fuente. Toda su cara parece estar a punto de asombrarse; enternecerse o sonreír. Fascinado por la visión del rostro de Alicia, tan remota, tan lejos de esta ciudad extraña, observo nuevamente el colorido ámbito de la habitación. Volteo hacia la ventana y veo cruzar su amplio marco de atardecer una banda de pájaros oscuros.

Animado por todas estas magias inocentes camino hasta el librero, un hombrecito delgado y traslúcido (un vasco, creo) y compro el libro en silencio. Al salir de la librería, cuando el sonido del móvil chino de la puerta deja de sonar a mis espaldas, encuentro que la ciudad anochece en su vasta planicie. A lo lejos, sobre los contornos oscuros de los edificios, rayados por cables y antenas alargadas como alfileres, un crepúsculo anaranjado crepita como una inmensa acuarela entre nubes de lluvia encapotadas en la distancia. En ése ámbito, pienso, las luces de los carros se revelan como fugaces espadas que atraviesan las vitrinas de las tiendas del Centro. Las cosas, los colores, se muestran vagamente diferentes, aumentados (por un momento, subo mis lentes y hago el gesto de estrujar mis ojos); así sigo por la noche y las largas calles de esta ciudad llena de figuras móviles.

Una vez en la habitación de mi hotel me tumbo en la cama. Fumo despacio, tengo el libro junto a mí, estoy casi contento. Noto que el cenicero es un inmenso huevo que una avestruz ha dejado perdido en ése quinto piso. Pienso en esta ciudad inmensa, con sus calles negras, sus árboles sin hojas, sus habitantes que caminan al sesgo; pienso de nuevo en Alicia, en su voz, en el cálido universo palpitante de su abrazo. La distancia de su cuerpo me parece irreal en esta hora de la nostalgia. Recuerdo la pintura y decido volver a ella. Recuerdo que está en la página 237. La busco. Al encontrarla, descubro con una sorpresa que no me pertenece, que la imagen de ése cuadro es la de un hombre junto al estante de una vieja librería de una ciudad vasta y plana que oscurece.