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La soledad de los papeles

Para los papeleros flamígeros

-Pedro Enrique Rodriguez
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   Un hombre está sentado frente a su escritorio, en una habitación pequeña junto a una ventana que muestra las tejas marchitas de los edificios vecinos, los esqueletos de las antenas, el ángulo de una cornisa. El hombre revisa unos manuscritos. Toma una a una las hojas apiladas a la derecha. Visto de cerca, las páginas muestran tachaduras, enmiendas, flechas temblorosas que se dirigen a los bordes de la página para señalar una palabra, un nuevo párrafo añadido.

   Hace frío. El hombre viste una pálida pijama de algodón, unas pantuflas. Lee los papeles y sabe que el ámbito cotidiano de su estudio es el lugar de una batalla secreta. Allí, está solo. Solo frente al universo alucinado de la ficción, solo ante la crítica de su propia mirada, ante la foresta intrincada de su propia Enciclopedia –camina por un sendero por el que se abren múltiples posibilidades. Algunas de ellas son precipicios escondidos, trampas furtivas que asechan en la oscuridad de los bosques, bajo el tapiz marchito de la hojarasca–. Una pequeña batalla; pero una batalla, después de todo. Levanta la mirada, imagina por un momento el regio porte de un caballero en mitad de la niebla, al principio de un combate del que podría no sobrevivir. Con el ojo alucinado de su propia imaginación piensa que tal vez las verdaderas batallas sean luchas furtivas contra los demonios adversos de todos los días; una mano que busca a tientas en mitad de una habitación a oscuras. Imágenes que sólo existen en nuestros cerebros, el esfuerzo de combatir el asedio titánico de un impulso de destrucción y muerte, la lucha secreta, silenciosa, por postergar por un minuto el impulso de la sed ante una botella de Johnnie Walker, las brazadas de una mujer sola, marchita, que no se conforma con los despojos agujereados en los que se ha convertido su vida, apenas un charco de aguas turbias en los que se refleja una nube temblorosa.

   Y la mayor de las batallas: la realidad, allá afuera, feroz. La imagen de un mundo resumido en un objeto abandonado en la mesa que ve pasar sobre sí la sombra del sol, el tránsito impasible de todo lo fugaz, todo lo leve. Así que ese hombre que revisa los apuntes de otros días, de otras noches, sabe que en cualquier lugar, en cualquier página, le espera la amenaza de un disparo. Una bala que puede salir en cualquier momento, derribarlo sobre la alfombra –un golpe seco, el único ruido--, al tiempo que los papeles que sostiene en su mano volarían por un instante, simulando las plumas de un pájaro cenizo.

   El hombre revisa sus papeles. No lo piensa, pero sabe que está protegido por la familiaridad de todos los días. Un lugar que ha construido en compañía del cangrejo del tiempo, un espacio que es, a su manera, un residuo de sí mismo, una huella de su propia historia. No necesita levantar la mirada del manuscrito para saber que poco más arriba de su cabeza, en una repisa de madera, se encuentra la foto de una mujer hermosa. Para recordar que él mismo, alguna vez, compuso un cuento dejándose conmover por la forma de su rostro, por el encantamiento de sus ojos y su sonrisa suspendidas dentro del instante eterno de esa foto. Esa mujer existe y él no tiene ninguna duda sobre su existencia. Puede sumergirse toda una tarde en los confines de una ficción, puede dejar pasar el tiempo entre los pliegues sinuosos de una escena que jamás pudo ocurrir y, sin embargo, al restituir su permanencia de este lado de las cosas, sabe sin lugar a dudas que esa mujer existe, que habrá de estar en algún lugar en ese momento, que tal vez piense en él y le dedique una sonrisa al silencio. Revisa sus papeles, fija la atención en una línea de su manuscrito, entiende que enfrentarse a una historia es también una protesta contra la realidad, contra el peso descarriado de los días, es amasar una cicatriz hecha de olvidos, de recuerdos; y aunque lo sabe así, entiende que el sólo hecho de revisar su manuscrito es un reconocimiento de estar de este lado de las cosas, es una concesión mínima y dolorosa al mustio reposo de su silla, a la decoloración de los últimos rayos del sol de la tarde, la certidumbre decisiva que tal vez sólo habrá de encontrar reposo en el estuario de su propia muerte.

   

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