Sobre "La ciudad y su música" de José Antonio Calcaño

-Jesús Nieves Montero
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Ser una ciudad sin música representativa, al menos como característica universal, genera una sensación de carencia. Si la ciudad fuera Nueva Orleáns la música sería jazz; si Viena, vals; por limitar en dos los ejemplos. Por otra parte, para asociar ciudad y música, se necesita en estos casos "no alineados" estar, conocer, y concluir de manera individual.

Más fácil es encontrar canciones que tengan como tema una ciudad, para esto no es necesario ser melómano y adorar la música clásica, con sintonizar cualquier emisora de corte popular puede uno toparse con alguna línea que, al menos, toca la ciudad. En el caso de Caracas hay algunas reconocidas: el viaje que lleva "de Petare rumbo a la pastora", los seres desolados que van "de Pinto a Miseria", la añoranza por las "flores de mil colores de Galipán" y la extraña manifestación que a través de artes disjockeras genera el monótono "Caracas de noche". Cae bien pensar que lo que vemos hoy y tenemos cerca, suele ser un síntoma del pasado, de raíces cuyo conocimiento, seguramente, nos sirve de piso para la comprensión presente.

El libro de José Antonio Calcaño aprovecha al máximo su título, porque lo cumple página a página. Es una historia de la ciudad. Es una historia de la música en y de la ciudad. Es un catálogo de nombres de protagonistas, piezas esenciales, episodios de minucia o grandeza y reflexiones sobre los asuntos, comentarios de un narrador que no es un simple organizador autómata de información sino un hombre que toma partido y muestra sus preferencias.

Calcaño es un "insider", fue compositor y maestro de música, fundador junto a Vicente Emilio Sojo y Miguel Ángel Calcaño del movimiento de "renovación musical". Por eso para decir lo que quiere escribe con el gusto de la vivencia, del vínculo con un pasado que no es una masa genérica sino el álbum de la familia ampliada de quienes compartieron el oficio y señalaron los caminos que exploran las generaciones siguientes.

El autor comenta que "la historia de la música, casi sin excepción, nos deja ver que ésta comienza, en todos los pueblos, en el templo, llenando una función mágica y religiosa". Por eso gran parte del libro, junto con la música, se mueve dentro de las iglesias, pasa de las catedrales majestuosas a pequeños recintos de adoración. No provoca alergias a los ateos, porque, en medio de todo, es un desarrollo secular. Hay instrumentos que faltan para poder cumplir con los oficios religiosos y burocracias que enlentecen su adquisición, músicos que quieren aumento de salario, otros que se complotan para conservar sus puestos aún por encima de los méritos de aquellos más brillantes, la constante lucha de la mediocridad por mantener su reino.

También está la música de la época de la Independencia en la cual la lucha absorbe a los hombres quienes no pueden pensar sino en estrategias y tácticas militares o en poner la vida a disposición del comandante de turno para defender la patria. Sin embargo, allí aparece el extraño baile en el cual los intérpretes, músicos venezolanos en cautiverio del ejército español, animan el evento para, al finalizar, ser fusilados.

Se sigue con detalle, abundancia de fuentes bibliográficas, copias de documentos, retratos y otros materiales complementarios hasta llegar a Guzmán Blanco y su afán de afrancesar la ciudad, programa que impulsó la creación de recintos donde la música pudiese ser interpretada y escuchada de forma adecuada, como el Teatro Municipal.

Como la historia entera del país se observa un camino que parece ir hacia delante pero siempre encuentra tropiezos que la estancan o, terriblemente, la hacen retroceder hasta que otra generación tome la tarea de reanudar el camino y resistir tercamente para defender el progreso. Una ciudad que pasa de las transacciones con polvo de oro al papel moneda, de los caballos y carretas a los tranvías y los primeros automóviles. Una Caracas cuya planificación a partir del cuadrilátero histórico alrededor de la Plaza Bolívar se comienza a desvanecer (el libro abarca hasta 1919).

Calcaño plantea que, con de manera global, la historia de la música sólo se puede escribir hasta ese año porque en ese momento comenzó el movimiento que hasta la fecha de escribir el libro (1959) se estaba desarrollando. Estamos frente a una obra que encuentra su necesario límite final en la premisa de encontrarse en medio de un gesto inacabado, al menos en el aspecto musical. ¿Y la ciudad? ¿Podríamos poner una fecha para deslindar el final de su penúltima reencarnación y el comienzo de la actual? Tal vez podría uno internarse en la Biblioteca o la Hemeroteca Nacional. O tal vez se podría salir a caminar por los bloques compactos de la ciudad donde es posible hacerlo o manejar entre las suturas que unen los diferentes núcleos satélites que la conforman. Escuchar cualquier cosa en la radio y preguntarse si después de aquél primer comienzo de Losada ha habido fines, si los terremotos, los cambios políticos, las divisiones de su territorio, los códigos de área telefónicos han cerrado ciclos para abrir alguno nuevo. O si vivimos en un gesto inacabado de la intención original de los conquistadores españoles con los terrenos de este valle.

   
     



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