Perros. Una disgresión a modo de primer acto.

Cuenta Augusto Monterroso que todo escritor, en algún momento de su vida, sucumbe a la tentación de matar a su perro. Figuradamente, desde luego. Según él, se trata de una tentación inevitable. La cosa es fácil de imaginar. Un perro descansa la cabeza sobre las patas delanteras, mira sin propósito la alfombra de la sala. En el otro extremo de la habitación el escritor, desolado entre montoncitos de bolas de papel, le llama con un siseo. El perro levanta una oreja, corre, saca la lengua y mueve la cola. Se cuela entre sus piernas, pide que le acaricia. El escritor –un buen hombre, después de todo–, compara vagamente el abatimiento de una mala jornada entre palabras ariscas, párrafos equívocos con la cálida emoción de pasar la mano sobre el suave pelaje color café de su perro. De pronto aparece una idea. Entiende lo que debe hacer: se concentra en un momento de intensa ternura –cuando era un cachorro; una tarde en el parque, con un sombrerito de fiesta–, cierra los ojos, respira hondo. Imagina un carro, luego, un frenazo: al fin consigue la inspiración, el alivio. Sabe que con algo de suerte podrá sacar tres cuartillas en limpio.

Parece un chiste, pero no lo es. Es una parábola. Basta tomar un libro de cuentos al azar, abrirlo en cualquier página: lo más probable es que allí el escritor planee matar a alguien. Las probabilidades crecen si se trata de la última página. «Entonces escuchó el disparo», O: «cerró la puerta. Tenía la mano llena de sangre», no son sólo finales sintéticos: también son finales demasiado frecuentes. No tengo la paciencia de contar el número de muertos que se pueden recoger en una antología –me desalienta pensar en una tarde solitaria, con un libro en una mano y, en la otra, una hoja repleta de palitos que forman cubos–, pero está claro que si esa contabilidad necrófila ocurriese en el cementerio de las ficciones literarias, seguro se extendiese por un valle indómito de niebla y catafalcos. Exagero, supongo, pero sólo un poco. Lo cierto es que si en la vida real la gente muere, en las páginas de la ficción mueren más. No es nada del otro mundo, apenas un dato que puede levantar las cejas de un triste profesor de Castellano y Literatura, para alentarlo a escribir dos preguntas de ultima hora sobre la guía de estudio de papel multígrafo: «¿Quiere decir que la muerte es un lei motiv por excelencia?». O todavía peor: «¿Muchachos, será que las condiciones violentas de la actualidad repercuten en el papel con la fuerza de un eco?¿Ah?».

Tal vez. Pero no es preciso dar vueltas en círculos. Hay una respuesta más simple, al filo de la navaja asesina de Occam: matar un personaje es siempre el recurso más fácil. Un personaje muerto le resuelve al escrito una buena parte de los problemas que debe sortear ante un texto. Facilita la intensidad, condiciona el tono, reduce los vacíos de la narración y le brinda un cierre más que conveniente. Lo más importante: le presta un anzuelo apetitoso para captar la atención del lector. Pasa, en cierta forma, como con las malas películas de la madrugada: todo el mundo sabe, desde la conspicua soledad de una habitación iluminada por la luz azulada del televisor, que en algún momento aparecerá una teta, una esperanza lúbrica mitiga la sordidez de los diálogos, la estulticia del argumento. Casi no hay por qué decirlo: las tetas, los muertos, cumplen un papel inestimable: crean efecto.

Así lo entendió Poe, –aunque él no habló de tetas–, cuando intentó demostrar el modo puramente analítico como escribió su poema The Raven. (Ya nadie lee The Raven, cosa que se entiende, porque es un poema horrible, pero esas notas quedaron como el prólogo de buena parte de la literatura del siglo XX). Poe creía que era posible recrear, por medios puramente intelectuales, una obra literaria. Quería escribir un poema donde fuese creíble un estado de intensa emoción. Puesto que era experto en sufrimientos, no le habrá sido difícil entender que la emoción más intensa era la pérdida de una joven y bella mujer amada. Un truco sencillo, pero eficiente. Por eso hace que el personaje sufra la muerte de la pálida Leonore (el nombre tampoco era casual: lo escogió para que rimase con el estribillo del cuervo: never more. Cada quien juega como puede).

Como es fácil de entender, Poe juntaba todas las condiciones para convertirse en el auténtico preceptor del efecto literario: tenía, ante todo, la necesidad, pintada de calva. Por años se creyó que el hálito de un poema, una historia, estaba determinado por el elusivo aleteo de la inspiración. Esto podía ser algo aceptable, incluso conveniente, para los poetas de corte, quienes podían darse el lujo de largas meditaciones entre fiordos repletos de repollos, pues no faltaría el vino y el queso de la mano pródiga de sus mecenas. O para los poetas griegos, quienes nunca supieron la premura de completar tres cuartillas para asegurar la cena, no porque los cantos épicos diesen con qué comer, sino precisamente porque sabían que no lo harían. Para Poe, en cambio, era un problema grave, entre toda la variedad de infortunios con los que debía lidiar: vivía de lo que escribía, de modo que era enteramente desesperanzador sentarse al escritorio de un periódico y golpear la madera con la punta de los dedos hasta que aparecieran las Musas entre copos de nieve. Tenía que hacer algo si quería recibir alguna comisión. Por todo eso, forzosamente tenía que entender la escritura como un ajedrez en el tablero del lenguaje, apuntando directo a un jaque mate.

Pero eso fue hace más de cien años. La fórmula brillante de Poe se decolora cuando el panorama nos muestra su imagen repetitiva. Una carretera de tierra y polvo que se pierde en la distancia, cabezas de ganado junto a las que nace un cactus. Paisajes en los que sabemos que de un momento a otro aparecerá una lagartija.

Un escritor, se sabe, debe contar al menos con un mínimo de autonomía para escribir lo que le venga en gana. Liberados de la consigna ideológica del relato comprometido, (casi siempre una excusa para la mala literatura), cada quien tiene derecho a estampar sus obsesiones con el poco o mucho talento del que disponga. En una acuarela ideal, cada quien debería gastar la vida en su manía predilecta. X., fascinado con pequeñas acertijos y una pasión desenfrenada por el diálogo, podrá escribir todas las historias policiales que le vengan en gana. Z, melancólica y transparente, preferirá los ambientes bucólicos, los gestos contenidos. Atardeceres de un rojo intenso junto a los restos de la casa de Scarlet O´Hara. La lista es desmesurada.

La sonrisa se desdibuja si encontramos -¡por décima vez, en menos de treinta páginas!- que W., tan contemporáneo, no parece poder abandonar la fórmula del revolver, el seño fruncido, la sonrisa ladina. Los lejanos artificios de Poe comienzan a parecer una ciénaga desolada cuando vemos que, otra vez, el muchacho bueno recibe una paliza legendaria de manos de un psicópata con una extraña pasión por Debussy. Historias en las que el respeto por las fórmulas deberá mostrar un protagonista alcohólico e insomne, con un pasado de privaciones y una furia taimada. Aparecerá, lo sabemos, un barcito de Sabana Grande. Remates de caballos, tristes putas epicúreas, vagas figuras retóricas que leen a Rómulo Gallegos y siempre tienen un gato negro en su cuartucho de pensión. Intuimos una cerveza caliente sobre la barra, un matón picapleitos, un impulso suicida que hace responder a la provocación. Personajes cuya vocación fundamental puede resumirse en el desesperado encanto de lo fatídico. Por eso, la alusión a la raya de coca. Por eso, además, el recuerdo de una novia adolescente, con un cabello ensortijado y unas nalgas mitológicas, a quien tal vez se quiso un poco entre las sábanas de un blanco pringoso de algún hotelito de Plaza Venezuela. Historias en las que siempre será posible matar al perro, porque perra es la vida que reflejan sus páginas amarillas. Historias donde el efecto no apunta a otra cosa que al efecto en sí mismo. Una rocola que sólo cuenta con discos de bolero.

Sospecho que ya mi voz comienza a sonar estridente. No quisiera emular a Ignatius Really, empeñado en escribir con furia adiposa una obra monumental contra Occidente. Aprecio alguna que otra maroma efectista y me alegra tener entre mis amigos a poetas sutiles que sueñan diariamente con la tentación de matar a una monja con un golpe de oreja. Sin embargo, no puedo resistirme a la tentación de aquellas historias donde no parece pasar casi nada. Historias nacidas del tedio, pálidas llamas donde no hay otro fuego de artificio que el gusto por combinar palabras, donde una página minuciosa nos regala una frase hermosa.

Algunos años después del escándalo que significó la publicación de Lolita Vladimir Nabokov concedió una entrevista a la BBC Television. Le preguntaron por qué escribió ésa novela. Respondió: «¿Por qué escribí cualquiera de mis libros, después de todo? Por el placer, por la dificultad. Yo no tengo ningún propósito social, ningún mensaje moral; no tengo ninguna idea general qué explotar. Apenas me gusta componer enigmas con soluciones elegantes».

De eso, más o menos, vamos a intentar ocuparnos en esta colaboración regular. Para felicidad de todos los perros, me imagino.



   

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