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Zoolander

Dir.: Ben Stiller. 2001

Esta modesta farsa del mundo de la moda supera ajustadamente a la pretenciosa y decepcionante Pret a Potter. Ben Stiller, a diferencia del mítico Robert Altman, no acaba de tomarse muy en serio su disopilante deconstrucción del fashion americano. En cierta forma es muy lógica su postura. Al infantilismo del universo de los trapos y su gente, corresponde una lectura abiertamente trivial .Absurdo es darse golpes de pecho porque Gaultier decide ponerle penachos a sus modelos, o porque Carolina Herrera habla de política en clave de inquisidora textil, condenando a la hoguera del mal gusto a los “horrendos” paltos del jet set Bolivariano.

Ben Stiller ,cada vez más cerca de la genialidad, revive el temple del slapstick Chapliniano, componiendo coreografías vibrantes y disparatadas como un duelo boxístico al compás del breakdance. Entre tanto, la cámara adquiere movilidad videoclipera, exponiendo las insuficiencias del estilo hegemónico en VH1. La puesta en escena representa la sumisión de una comunidad disciplinada por el conductismo prefabricado de la publicidad. El último plano es de antología, y desecha cualquier atisbo de felicidad sugerido en el epílogo. En picado la cámara sepulta, entre una ciudadela corporativa, el sueño redentor del protagonista, un albergue infantil en forma de panteón .El altruismo reducido a mausoleo y el réquiem de la filantropía corporativa, según uno de sus enterradores.

   
   

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The Score

Dir.: Frank Oz. 2001.

De Niro y Marlon Brando regresan al submundo del crimen organizado, en otra crepuscular versión de La Jungla de Asfalto de John Houston. Film noir de aliento neoclásico, The Score recupera los códigos retóricos del lenguaje Houstoniano, conservando el vigor de sus aspectos denotativos. De manera eficaz, el registro visual dosifica el suspenso en los picos dramáticos, reservando para el desarrollo un ritmo más acompasado. Los protagonistas proyectan una personalidad enigmática, dibujada en pocos trazos. En su imaginación, el espectador completa el retrato de los personajes, descifrando el maniqueo mensaje de la historia: el fracaso de la deslealtad y el decoro de la solidaridad.

   


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La Pianista

Dir.: Michel Haneke. 2001

Las amargas películas de Haneke, por lo general, dividen al gremio cinéfilo en dos bandos irreconciliables. Por un lado, despiertan la ira de la crítica conservadora. La siempre frankurtiana redacción de El Amante del Cine, por ejemplo, fustigó la retórica melodramática de La Pianista, reprochándole cierta propensión al pleonasmo discursivo, y una discutible inclinación al amarillismo aleccionador.

Por otro lado, sus largometrajes enaltecen los complejos radicales de la inteligencia divina. La estética de la crueldad, cara a Haneke, sacude al sensible hombre de las artes, al caballero del buen vestir, a la poeta inconforme, al misericordioso paladín de los derechos humanos y a la bohemia desenfadada, estimulando sus más contradictorias lecturas. La hipocresía amenazada es el detonante de tan disparatada reacción hermenéutica. La feria de las interpretaciones, en el caso de La Pianista, comienza con el numerito de calificar a la película de obra maestra, y termina cuando el payaso de la butaca de atrás diagnóstica la locura de la protagonista. “Es una pervertida sexual”, sentencia al final de la función mientras intenta separar la mirada de las siliconas de su interlocutora.

Semejante respuesta obtuvo El Piano. El mutismo de la protagonista se tradujo al lenguaje de la anfibología misógina, adulterando la intención comunicativa de Jean Campion. Ahora, gracias a la magia del periodismo oficial, sabemos que aquella película narró las desventuras de una ninfómana obligada a prostituirse para saciar el deseo reprimido en su matrimonio. Años después, la misma prensa ofrece un veredicto consolador de la última película de Hanake. “Es la tragedia de una mujer…” y bla bla bla .

Personalizar inquietudes universales es norma del pensamiento único. Las alteraciones públicas siempre tienen un rostro y jamás una causa social o existencial .El choro mata y ya está, el otro es malo porque roba, y así sucesivamente hasta llegar a la tragedia de una mujer. Para terminar de componerla, cualquier hábito opuesto al acostumbrado sufre la desaprobación ecuménica, el rechazo burlón y la descalificación moralizante. Si alguien quiere patadas al recto en vez de afecto, es un sadomasoquista. Si Vicente Orlando desea montar desnudo La Conferencia del ano, es un mariposón inconsistente. Si La Pianista desea punteras a la cara, es correcto sentir compasión por ella. De ahí a concluir que es una enferma mental hay un paso. Inversamente, la Pianista es lo menos parecido a una evaluación seudofreudiana de Adriana Azzi o Carlos Fraga.

La gran paradoja de la película estriba en que el alter ego del director es liberado al final, mientras el superyo queda encerrado en un conservatorio. Los representantes de la “normalidad ”, la institucionalidad, el arte y la familia, acaban aislados en el resguardo de sus valores. En cambio la protagonista, al desafiar las convenciones ,resuelve inmolarse y huir. La película, en conclusión, no termina de tomar partido por una de las dos salidas. La vía revolucionaria, producto del estado de cosas, implosiona entre el sacrificio y la incomunicación. La senda conservadora es la prisión.



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Rat Race

Dir.: Jerry Zucker. 2001.

Con la Llegada de los ochenta, el ciudadano americano, golpeado por la frustración de la guerra de Vietnam, y decepcionado por el legado de las promesas incumplidas que habían dejado tras sí los líderes políticos de los sesenta y setenta, se encontraba entre la decepción y el malestar .


América, Sociedad Anónima : Mercedes Odina y Gabriel Halevi.

Tras el ardiente y largo verano de la distensión Clintoniana, es lógico que una nación que pretende rearmarse moralmente, desprecie el humor, sobre todo si cuestiona y disecciona sus valores fundacionales .

De momento disminuye la popularidad del cine esperpéntico. Mientras el primer lugar de la taquilla es compartido por El Señor de los Anillos y Harry Potter, las comedias pasan a un tercer y cuarto plano. Es el primer síntoma de la enfermedad puritana del presente, más seriedad y menos locura.

A corto plazo, ganar la guerra y crear trabajo son las metas de Bush. Violencia y explotación eclipsan el porvenir de la unión conservadora . En adelante, el cine sublimará los temores y enaltecerá el patriotismo . Los héroes vivirán bajo amenaza, pero sobrevivirán para entonar Godd Bless America. La comedia subsistirá a camino entre la escatología inofensiva y el romanticismo socarrón. Los gags difícilmente sacudirán al poder. Sin duda, extrañaremos películas como Rat Race, verdadero anarquismo audiovisual en forma de parodia sombría.

Durante un tiempo, su director tendrá que colgar los guantes, o adocenarse. De seguir en la batalla, es probable que salga derrotado en la taquilla. De facto, Norteamérica no está para soportar a sus miserables personajes. Muy al contrario, el público demanda representantes de lo políticamente correcto, chicos guapos y seguros, patriarcas bondadosos, militares compasivos, genios sensibles y laureados; material humano ideal para identificarse . No una pandilla de avaros, hipócritas por conveniencia y asesinos en potencia, que combaten por obtener un botín, en una competencia al estilo de “Survivor”. De esos retazos de la realidad americana se compone el último collage virulento del subestimado director de Airplane y Top Secret .

Jerry Zucker es un francotirador de la comedia americana. Su filmografía nace a la sombra de un género en decadencia, “el cine catastrofista”. Entretanto las películas de desastre declinaban en la taquilla, Zucker inventa el acontecimiento de las parodias aparatosas, poniendo punto final a la era de los terremotos, maremotos y huracanes cinematográficos. Su opera prima, ¿Dónde está el piloto?, no sólo desnuda los artificios dramáticos y formales del género, sino, mejor aún, desencadena su defunción. Destruir una ciudad de cartón con un lanza llamas, sacudir la cámara para simular el temblor, devienen signos anacrónicos de un pasado cándido que sepulta el presente indoloro de la era Reagan.

Jarry Zucker capitaliza el descontento de una generación, desmitificando sus principios culturales hasta volverlos obsoletos. Los ochenta se ríen, por no llorar, de la desgracia de un arte convertido en puro y absoluto efecto especial . Rabia, descontento, resentimiento y dolor, son el anverso vital de la alegría insensible del cine paródico.

Los personajes quedan reducidos a títeres descerebrados que connotan la enajenación de la raza humana. La trama es un vodevil grotesco, enmarañado como un número de MAD, que denota la realidad de un mundo convertido en muladar. La moraleja es sencilla, incluso obvia, pero nadie la advierte. Mientras el público termina enceguecido de lágrimas por la catarata de chistes, alguien formula una interrogante retórica en medio del caos sin rumbo: ¿Dónde está el piloto? Palabras más, palabras menos, es igual que preguntar : ¿Duerme usted señor presidente?

Aquella imprescindible película inaugura un filón, con sus copias de cuarta y quinta degeneración. Durante los noventa, las parodias exponen la torpeza de la institución policial y exteriorizan la necedad Hollywodense. La paronia finisecular resucita el cine catastrofista, retocándolo digitalmente. Olas cubren la tierra, avalanchas arropan a Norteamérica y volcanes inundan el paraíso, delineando el cartograma apocalíptico de una comunidad atemorizada. Esta vez, la tensión del ambiente impide a la industria remedar el género. El siglo XXI parte de la grandilocuencia bélica de El Señor de los Anillos. Y por lo vientos que soplan, ahí se quedará por un buen rato.


   

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A Beautiful Mind

Dir.: Ron Howard. 2001.

Ron Howard nació en la industria, se crió en la industria, y morirá en la industria. Su síndrome es el del niño estrella devenido, por obligación, a cineasta. Muchos lo recuerdan por su papel en American Graffiti, su incursión en la serie El Fugitivo, y por incorporar el casting de la última película de John Wayne, The Shootist; un exquisito western crepuscular en la tradición del John Ford más lúgubre.

La resultona complexión de Howard madura avinagradamente al son de películas mediocres y lamentables. Hollywood va marginándolo progresivamente a la manera de una Shirley Temple adolescente. Años más tarde, Macaulay Culkin involucionará en la misma dirección, tras ser el chico mimado de América. A la postre, las circunstancias imponen a Howard el cambio de registro, pasando de la actuación a la dirección.

Cocoon traza los primeros esbozos de un mapa filmográfico a escala de los valores morales norteamericanos. Sus meridianos conceptuales apuntan al norte de la fe en el porvenir y la eterna búsqueda de la felicidad, mientras las polaridades orientan el destino de unos personajes situados en el Ecuador de la insatisfacción y la monotonía. En Splash, Tom Hanks desciende al fondo del mar para consumar el amor loco con una sirena, del mismo modo que los veteranos de Cocoon viajaban al espacio para embriagarse con la fuente de la juventud.

En el cartograma de Ron Howard las líneas de fuga de la existencia confluyen a la estación de la esperanza. Es el camino del apocalipsis a la integración, de la esquizofrenia a la cordura ,de la soledad al matrimonio, del anonimato al premio Nbel, de la ineptitud de los astronautas del Apollo 13 a la glorificación de la NASA. En el universo de Ron Howard, la amistad y el amor representan los boletos de entrada al paraíso de sus deseos, donde conviven el genio de la mente bella y su abnegada esposa, los inmortales de la tercera edad, la sirenita y Tom Hanks. El sexo y la alteridad racial subsisten fuera de la utopía. Howard los ha excluido a conciencia, negándoles la visa. Si como predijo Alexis Correia, este discutible director gana el Oscar, se habrá convertido en el personaje más emblemático de su obra.


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Kids Return

Los sentidos conciben la realidad y los espacios tejen la percepción. En efecto, el Multiplex transmutó la convivencia tradicional entre el espectador y la sala de cine , originado un nuevo tipo de cinéfilo. A continuación hablaremos del nuevo matrimonio mediático entre el no lugar del mercadedo cinematográfico y el mirón hipnotizado del nuevo milenio .

Tacto. El ticket garantiza la entrada , pero no la permanencia eterna en la sala. La estadía es tan efímera , calculada y reciclable como el boleto. Una vez efectuado el protocolo de presentar y recibir el trozo de tarjeta, las palmas desafían nuevos rituales fugaces de orden circense. Todo comienza con el espectáculo penoso de caminar entre un pote caliente y un envaso frío sobre la cuerda floja de un desfile drenado . El show concluye cuando las manos se liberan de sus grilletes blandos. En dos horas pasas de la actividad transitoria del consumo a la inercia letárgica de la realidad, de la ergonomía sedante a la mortificación marcial. El lujo y la comodidad constituyen, en pocas palabras, imanes para atraer al colectivo erguido, reduciendo su cuerpo a la inmovilidad conformista.

Oído. Afuera el silencio incomodo ,adentro el ruido consolador en sus variantes de hilo musical, banda sonora y locución cinematográfica. El concierto parte flemáticamente , acompasado por las tímidas voces de la muchedumbre. Progresa al ritmo de las cuñas, y alcanza el clímax en el desarrollo del largometraje. Estruendos y explosiones son el corolario de la función, o la advertencia de que pronto regresaremos al vacío de la incomunicación. El concierto termina, y el público abandona la sala, marchando por un túnel que se hace eco de un mutismo trivial. En dos horas, aprendes a valorar el estremecimiento auditivo, y a despreciar el sosiego acústico .El primero proporciona seguridad; el segundo, reconocimiento de nuestras carencias comunicativas. En reacción, hablas de más, como todos los incontinentes verbales del cine.

Gusto. La boca es el único órgano penetrado por los apéndices del Multiplex. En principio, un bozal de cotufas ocupa el orificio. Eventualmente, lo destapa un detergente carbonatado. La sal y el azúcar permiten consumar un coito prolongado entre la vagina dentada y el pitillo con testículos de maíz. Durante el apareamiento ,la lengua fluctúa entre Araya y el oasis Coca-Cola. Al salir, como el pitillo con testículos de maíz no pudo aplacar tu sed, pides más .

Olfato. Un órgano tan delicado como para no pertúrbalo con ningún olor atípico que pueda confundirse con fetidez. Una bruma de fritura con vapor de perro caliente y otra de refresco, contagian a la atmósfera del clásico perfume piñatero, el típico tufo de cumpleaños feliz te deseamos a ti. De resto, lo desinfectantes sin aroma contribuyen a crear el éter aséptico que reduce la nariz a la condición de adorno.

Vista. El ojo condenado a la pasividad, a la esclavitud de una mirada dirigida por las formas mutantes. Los colores y las proyecciones me retrotraen a la infancia, cuando todo es enorme y cautivante a primera vista. Actualmente no existe la máquina del tiempo, pero ya vemos a que precio los simulacros siguen ofreciendo sensaciones similares.

   

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