Un busto en medio de la nada

-Ángel Gustavo Infante
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En algún lugar de su alma debió ocultar las instrucciones para llegar a ella y poder sobrevolar sus paraísos ambiguos. En alguna parte de su cuerpo debe guardar aún los puntos por donde debí abrir para extraerle el polvo e inhalarlo todo, de una buena vez, como al narcótico que, entre sus efectos, ofrece a la armonía.

En una época intenté sepultarla y sólo logré repetirla en otras sonrisas, en ciertas ocurrencias o en distintas marcas que flotan como islas desiertas en los pechos por donde fui resbalando, sobre la bruma salada, repitiéndome entre dientes: una noche senté a la belleza en mis rodillas y la encontré amarga y la injurié, apenas seguro de haber llegado cerca; de saber, ahora, que cualquier conjetura pudo tejerse sólo en torno a su presencia y no desde adentro, donde sopla ese aire tibio que en varias partes del mundo se llama felicidad.


Manuel se atrevió a hablar apoyado en el tiempo. Digo se atrevió, suponiendo que mi amigo guardó silencio por temor a herirme, dejando cierto espacio a la duda. Él es una de esas personas que pega la misma sonrisa a cualquier situación, esa especie de rictus que se abre como una herida y sube al barniz de sus ojos, hasta hacernos aceptar la fatalidad o convencernos de su merecimiento. Estábamos en su casa, en una de esas reuniones en la que a nadie le importa el motivo de la celebración y la fiesta frota su precariedad contra la espalda de los invitados hasta las primeras luces que pulen la lengua de mi anfitrión, tan afilada ya en las piedras del crack.

-La tengo repetida en mi álbum. Dijo golpeándose el pecho. -Y después de que me cansé de pillarla en la casa de Luis-Gusano en Oripoto, la tipa tuvo la desfachatez de extenderme la mano y decirme “mucho gusto”, cuando usté me la presentó. Coño, yo entiendo que uno, en una rumba como las que se forman en casa de Luis, donde todo el mundo lo que anda es tripa-express, se vuelve invisible detrás del instrumento; pero la sifrinita exageró, pana, porque ella en persona me pidió burda de veces que convenciera al verdugo del teclado, que no acostumbra complacer peticiones, para que repitiéramos un tema de Paquito que las traía de cabeza. Entonces uno se pregunta con toda razón ¿Por qué disimuló cuando vino con el licenciado ante este servidor, si cuando yo rompía las pailas se volvía loca y se agarraba la terraza del Gusano para ella sola? ¿Ah? ¿Cómo se explica ese fenómeno?

Esa pregunta me había rondado durante los últimos seis meses. Ahora precedía una respuesta fatal en el más genuino estilo de Manuel “el pana” Miranda, como se le mencionaba en los créditos del último compacto de la banda. De nuevo las gotas aceradas comenzaban a punzar mi cerebro. De nuevo el movimiento del piso me obligaba a sujetar las palabras del percusionista.

Ya era tarde, no había nada que hacer. Con ella siempre fue tarde; no obstante, los signos de interrogación insistían hasta entrar a la fuerza con pedazos de otras mujeres a las que también creí amar. Desde el rostro afectado de Patricia frente a una cárcel, pasando por los ojos desorbitados de Mireya en el clímax con cualquier escritor y el puño de Millie en un diario que la devolvió a su soledad original, hasta la mirada inquisidora de Claudia la sabelotodo, venían a dispensarme una visita indeseada.

Al parecer, aquellas mujeres traían una especie de chip antropológico en la base del cráneo, diseñado para escudriñar en el detritus humano, bien para hacer conscientes sus límites personales y conocer sus propias miserias, o bien para salvar al género masculino. Tanto la pasión de Patty por los presos comunes como la de Mireya por cualquier mortal que tradujera al mundo en palabras, siempre habló más de ellas mismas que de esa masa convicta -conformada por delincuentes y escritores- distinguida sólo por su grado de confesión.

Quizá era esa la ruta por donde debí buscar a Lorena, para probarla y luego entregársela al tiempo; pero sabía que había algo más, un hueco oscuro, voraz, que no se terminaba de llenar ni con las ganas que mete en los cuerpos la fuerza del litoral de donde acabábamos de llegar la noche que desconoció a mi amigo. Eso me mantuvo a su lado durante dos largos años practicando una suerte de metafísica del amor.

-Eso: ella no merece un llanto, patrón. Dijo el pana, siguiendo la canción que una pareja intentaba bailar.

-Ya nada tiene sentido. Contesté tratando de ocultar el malestar que me producía la sonrisa adherida a la muerte de la fiesta. ¡Vamos, se me van todos!, pudo decir, como se decía antes, cuando despuntaba el tercer día y ya nadie era capaz de decir qué hacía ahí, metido en una sala distinta a la suya, con el trasnocho traqueteándole por dentro como un tren remoto. En su lugar prefirió quemar otro tabaquito en el pasillo.

Lo seguí, uniendo lo poco que había podido ahorrar de esa exhalación con nombre femenino y obtuve un busto en medio de la nada: su belleza tendía a disminuir con el descenso de la mirada. Ella, como la mayoría de las mujeres, sabía administrar sus encantos y, en el acto, lograba conducir el interés al punto donde se ampliaban sus medidas. El conjunto compuesto por el cabello, la cara y los senos dominaba la escena. La estrechez de las caderas o la irregularidad de los dedos de sus pies pasaban entonces a un segundo plano.

Ese saco dorado de huesos y piel, esa playa inconclusa, me obligaba a volver sobre su historia, a colocarme en segunda fila, detrás de la estampa en penumbras de niña con abuelo materno en el cine Rívoli, envuelta en el modesto calor de las cotufas y los comentarios del nonno rompiendo el suspenso para desviarle las lágrimas por el babbo que regresó a Milano a fundar otra familia. También me imponía el seguimiento, entre los accidentes del globo terráqueo, de los relieves de su madre, una especie de versión yugoslava de “La libertad guiando al pueblo” abriéndose paso entre los varones en la escuela técnica de Belgrado, más allá del ruido y el miedo de la guerra que terminó por arrojarla en el puerto de La Guaira hacia 1950, con tres mudas de ropa y su padre, el único familiar que se le salvó del holocausto.


-Dime una vaina. Dijo Manuel con la mueca arrasada por el cuadro de luz frente a las escaleras. ¿Ella fue amante de un viejo?

-Sí. De su analista, el doctor Ledezma. Contesté sin ánimo.

-¿Y tenía una amiga que parecía un varoncito?

-Sí, Beatriz. Dije sintiéndome como un erizo.

-Eso, entonces sí.
-¿Sí qué?

-Todo encaja, hermano. Dijo y me aplastó la sonrisa en los ojos antes de entrar al apartamento. Cuando estuvo de regreso me pasó la botella de ron que reservaba para los momentos especiales.

-¿Quieres saber la verdad?

La sabía o creía saberla, pero necesitaba oírla de otra fuente para terminar de aceptarla y poder librarme de una vez por todas del fantasma Lorena. De modo que tomé un trago, me hundí en un escalón de granito y le dije:

-Vaya duro, pues.

-¿Te acuerdas de Víctor Mago, el pana que se fue a Ontario? Él también la conoció cuando estuvo de barman en el nightclub del Centro Comercial Cedíaz, ahí en la Casanova, y la reconoció esa noche que la trajiste. Eso es un bar de lesbianas y ella lo frecuentaba con la amiguita y el viejo, ¿Ledezma, no? Eso: Domingo Ledezma, el loquero. Lo demás no necesitas saberlo.


Lo demás está demás, pensé recordando la canción de Simone. Lo demás, ese resto difuso y, quizá, exagerado, acaso pudo tener alguna importancia para Lorena. A mí, sin embargo, no me sirvió de nada.