De lobos, princesas y otras cuestiones infantiles

Textos: Rigoberto Rodríguez
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Fotos: Carol Lewis
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Una vez bajo las sábanas, la niña exclamó: ¡señor Drácula, que dientes tan grandes tiene!


Malcontada la historia, ningún cronista reseña el hecho cierto de los inmensos dolores que hubo de padecer “la cenicienta”, cuando en franca huida a mitad de la noche, no alcanzara a eludir un saliente en la escalinata exterior de palacio, clavándose en el pie la astilla de un zapato roto. Esto acaeció hace mucho, mucho tiempo, en un apartado reino.


Refiere la historia que esta mujer no hacía otra cosa que quejarse y maldecir a lo largo de todo el día y la noche. Los fantasmas se preguntaban si acaso no estaría embrujada la casa.


Se cuenta que cierto partorcillo, inaprensivo por naturaleza, hacía burla de sus compañeros cuando al exclamar a gritos: “¡El lobo, viene el lobo!”, veíalos correr despavoridos tratando de poner a salvo sus rebaños. Sin embargo, un buen día, furtivo y gris, hizo la fiera, en efecto, su temible aparición, y el incauto personaje, presa del pánico, comenzó a vociferar más fuerte que nunca: “¡El lobo, viene el lobo!”, mientras emprendía una errática carrera dando tumbos por entre las piedras y los arbustos. Se puede deducir una creciente desconfianza por parte de los cada día menos asustadizos campesinos, toda vez que, y como era de sospechar, la advertencia no surtió el efecto esperado. Es evidente que, en su fortalecida incredulidad, hubieron de pensar que no se trataba más que de otra de sus bromas. Tampoco es difícil imaginar las conjeturas que, con toda seguridad, debe estar haciéndose el incauto lector de estas líneas en lo que respecta al final de la historia. Por ello, conviene saber que el incidente no produjo efectos que lamentar sobre los pastores o sus animales. Paso ahora a explicar el motivo de tan singular ocurrencia: el lobo, bajo el acoso de una cruel y recién adquirida afición a la carne de tiernas adolescentes, se había alejado, quizás con imprudencia, de la seguridad del bosque (y acaso de alguna otra circunstancia literaria) en busca de una niña de encarnada caperuza que llevaba ya varias horas de retraso.


Tomás era puentero. Se pasaba la vida persiguiendo ríos y barrancos.
Tomás se enamoró locamente de una poetisa que vino del otro lado del mar.
La última vez que lo vimos cazaba cocuyos para construir un puente de mil metros de luz.


El señor Silver tenía la desagradable costumbre de no pagar sus deudas. Por lo que, a costa de la desdichada suerte de otros, llegó amasar una inmensa fortuna. Para burlar el asedio de los coléricos acreedores que hacían eterna procesión a las puertas de su establecimiento, el señor Silver desarrolló la extraordinaria capacidad de pararse en medio de la calzada y convertirse en árbol. Era tan bueno el truco, que ni siquiera los cobradores más perspicaces lograron desenmascarar el engaño. Pero el señor Silver era ya un hombre de edad avanzada y su memoria se hacía cada vez más defectuosa. Y un buen día, no pudiendo recordar cómo hacer para transformarse de nuevo en el señor Silver, hubo de permanecer allí, muy quieto sobre la calzada, forzado para siempre a ser árbol. Pero era un árbol que hasta los pájaros evitaban, daba poca sombra y era mezquino con la fruta. Ni siquiera los perros se molestaban en acercarse para orinar en él.
           


   
     



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