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Me cuesta tanto ser feliz que cuando lo logro suelo gritar
Si estoy sola puedo llegar incluso a patear y a dar vueltas con mi cartera nueva o el vestido que mi novio me envió por correo
Si es la fiesta de las luces puedo entonces gritar ¡Happy Hanukkah!

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Algunas veces me da por recordar los patios de mi infancia
doña Antonia y sus Fortuna sin filtro
la mata de trillolí y la línea azul que cornetea a las cinco de la mañana.
Desde aquí todo parece ajeno o inexplicablemente familiar. Afuera la gente camina. Adentro el largo monólogo ha dado tiempo de haber pensado y mirado todo, o casi todo. Es verdad que algunas veces se corre el riesgo de comenzar a acostumbrarse a sí mismo, llegar al extremo de ignorar los pequeños cambios a fuerza de compartir una sola opinión. Pero esto no pasa con frecuencia y dura poco. Apenas suficiente para reconocer la nostalgia y no temerle ni ceder.

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La voz de las mujeres a través de los tabiques y las pocas ventanas. Historias siempre historias. Algunas veces una sensación de adormecimiento, como cuando te tocan el pelo y tienes ganas de cerrar los ojos y perderte. Si hablas de las rosas, los cumpleaños (y los nacimientos, claro está), los olores, los sueños, los hombres, las tareas... hablas de las cosas "de verdad". Con el tiempo esos días de oficina se vuelven íntimos. Imposible actuar para el otro por tantas horas. Imposible no dejarse salir alguna vez.

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Los rayos de sol mientras en la terraza de enfrente se secan los pañales de un bebé. El ensordecedor cacareo de las guacharacas del Ávila. La calmada actividad de mi calle. Todo va encajando en este gran rompecabezas que es vivir con uno mismo todo el tiempo.

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