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La substancia del desencanto: «Caracas, ciudad de despedidas»

Capaz que soy sólo yo que amanecí “delicadito”, con ánimo cortavena, pero después de un académico distanciamiento de mí mismo, concluí que no; que no es sólo eso. Pienso que después de lo que ha pasado con «Caracas, Ciudad de Despedidas», entre otras cosas, buena parte del país está como yo: desazonado. Con una desazón de esas que punzan la boca del estómago y lo ponen a uno de mecha corta.

Puede ser, además, que el tono de estas primeras líneas pille lejos a algún lector relajado, de playita finsemanera, “muerto en Choroní”, y por tanto esta sensación mía le parezca injustificada, puro aspaviento literario, de intelectual “intensito”. Y es como para pensármelo. Después de todo, ¡¡viene Fito Páez broder!! ¿no? Y además, “¡hay tantas cosas buenas en la vida, chico!”.

Ojo, por otro lado, creo que no soy de los del nicho fatalista/quejumbroso: desde hace muchos años que no veo Globovisión ni leo la prensa como hábito; y después del iPod, ya casi ni oigo radio. O sea, soy un converso del consumo de medios. Me la paso es leyendo novelas y viendo películas en el tiempo libre. Sin embargo (maldito Twitter ): inflación por encima del 30%, morgues llenas de asesinados, atracos, secuestros, cárceles locas, racionamientos de electricidad, escasez de alimentos, guerrilla, gobernabilidad incierta, hospitales desdotados, expropiaciones… Sencillamente, too much. ¿A quién puede sorprenderle que el 54% de los jóvenes quiera irse del país? ¿Por qué nos escandaliza tanto Caracas, Ciudad de Despedidas, o el «me iría demasiado»?

Entonces comencé a conectar puntos, y hay cuatro títulos de la literatura venezolana reciente que me llaman profundamente la atención, primero porque están relacionados subterráneamente con «Ciudad de Despedidas» y segundo porque a pesar de estar firmados por autores generacionalmente muy diferentes, parecen tener una especie de humus común: Blue Label de Eduardo Sánchez Rugeles; Close Up de Armando Coll, El mundo según Cabrujas publicado por Editorial Alfa, y un comodín, Flamingo, el cuento de Rodrigo Blanco Calderón, inspirado en la canción homónima de La Vida Boheme.

Parece sorprendente, pero los cuatro tienen algo así como la misma substancia moral: parten del desencanto hacia la realidad del país y, después de todo un periplo vital, arriban a ese mismo desencanto: no hay redención a la vista. Me llamó la atención porque siempre he pensado que la literatura, especialmente la novela, es una especie de termómetro moral de la sociedad, y ahorita nos cae de perla.

En cada una de esas obras, el olor que desprenden sus personajes es casi el mismo: están desencantados del país. Los personajes de Sánchez-Rugeles son adolescentes, hijos de familias disfuncionales de clase media o media alta, nietos del hippismo sesentoso venezolano, cultos y con problemas psiquiátricos o adicciones graves. Tal vez lo más llamativo de todo es que no saben qué quieren hacer con su vidas, pero una cosa está clara: quieren irse del país.

Los personajes de Armando Coll en Close Up son cínicos, descreídos, están de vuelta en todo, tienen crisis existenciales… Los personajes de Rodrigo Blanco en Flamingo se parecen peligrosamente a los entrevistados del documental…  Y el Cabrujas tardío no veía con optimismo al país: su ánimo está marcado, con resaltador fosforescente, por los estertores de la democracia cuartorepublicana. ¿Casualidad?

«El tema que me importa es el fracaso. Un hombre se refugia en una idea, la proclama como parte de sí mismo y se adhiere a ella. Al hacerlo cree pertenecer, cree hacerse cierto. Pero esa idea jamás lo explica ni lo hace pertenecer a nada, porque en el fondo no tiene nada que ver con su vida» (Cabrujas).

No sé si alguna vez se conocieron (por mis cálculos, Sánchez-Rugeles estaba graduándose de bachiller en Caracas cuando Cabrujas moría en Margarita), pero en varios sentidos Blue Label parece salida de una de esas tardes de pesimismo y cenicero de Cabrujas. La substancia de Blue Label pareciera bebida del universo telenovelesco de Cabrujas («La dueña», «La dama de rosa», «Chao Cristina», «Emperatriz», etc.) pero con el tumbao noventoso de su generación y el lenguaje dosmilero caraqueño.

Y entonces surge dentro de uno una de esas preguntas bíblicas, de esas que salen del tuétano y resuenan con sílabas separadas en lo más “jondo” del alma: “¿Qué pasa? Insisto, no es un “¿qué pasa?” cualquiera, sino un “quépasa” arrecho, metafísico, supra-histórico.

Como ensayo de respuesta no me pienso referir a Chávez, ni al chavismo, no me refiero ni siquiera a la corrupción política general. Intento buscar una explicación más radical, más sociocultural, más idiosincrásica si se quiere. ¿Qué parte de lo que hemos llegado a ser es la que hace que las cosas no nos terminen de salir bien, que escojamos gobernantes incapaces o corruptos, o ambas cosas; que incumplamos las leyes, o que creemos leyes que son incumplibles, que tengamos la percepción de que la vida -sobre todo en su dimensión pública- en el fondo es implanificable, caótica, impredecible?

Está claro que el gobierno actual es una de las peores calamidades que le ha sucedido a este país después de los Monagas, la Guerra Federal y…  (Sorry, pausa, un inciso: me acabo de dar cuenta de que esto podría ser un hashtag de éxito: #lopeorquelehapasadoavenezuelafue “el deslave de la Guaira”, “el viernes negro”, etc.)

Como decía, está claro que el actual gobierno ha empeorado muchas cosas hasta límites ficticios (qué duda cabe). Pero por más tirria que le tenga, entiendo que es imposible que tanto mal se haya generado en sólo 13 años. Sí sí, ya sabemos, la IV fue una mierda, aja, “no volverán”, “patria, socialismo», etc, bla bla bla. Sí, es verdad, los ranchitos de Petare ya estaban ahí antes de Chávez.

Pero, realmente, los ranchitos ya estaban allí incluso antes de la IV; porque los ranchitos son, en cierto sentido, la misma choza rural de los años 20, pero hacinada y trasbasada al contexto urbano. Los ranchitos son la choza que ya estaba ahí antes de Gómez, y antes de la Guerra Federal, y mucho antes de la Independencia. Los ranchitos ya estaban ahí para avergonzarnos, desde hace siglos, vengan de Colombia o de Ortiz (el pueblo de Casas Muertas).

Decía que, ante tanto desbarajuste, surge un “¿qué pasa?” que casi significa “¿por qué?”. Una pregunta, por cierto, que Laureano Márquez ha intentado responder en su show “Por qué somos como somos”.

La respuesta obviamente no cabe en un artículo corto. Además, no la tengo yo. Aunque mi intento más honesto podría venir en una segunda parte. Pero para lanzarme al agua y no ser farfullero, pienso que parte de la respuesta está en alguna de las «posteriores»:

El petróleo mal digerido, o la falta de un locus de control interno, o la comprensión del Estado como un brujo magnánimo, o la carencia de resortes interiores y de hábitos de trabajo acendrados (work ethics dirían los anglosajones), pero sobre todo, la falta de una dimensión trascendente que justifique nuestros esfuerzos y nuestros sufrimientos, está logrando que todo nos parezca absurdo. «El hombre es una pasión inútil» diría Sartre. Es como si la ola de desesperanza que ahogó a la intelectualidad europea después de la II Guerra Mundial hubiese llegado tardíamente a esta esquina del universo que es Venezuela.

Creo que se nos está cayendo lo poco que quedaba del barniz cristiano (en su dimensión más positiva y menos polémica) que habíamos heredado de la colonia en cuanto factor de contención y elevación moral; y en sustitución están apareciendo dos tendencias que corresponden respectivamente a sendas clases sociales: el nihilismo existencialista de Sartre y Camus, el vacío, la nada nietzschiana en la clase media, y la cultura de la violencia, el «homo homini lupus» de Hobbes, entre la gente más pobre de los barrios, aunque estas dos categorías no siempre funcionen precisamente como compartimientos estancos…

En cualquier caso, está claro que no podemos seguir como venimos. Ya no «estamos mal pero vamos bien» como diría Petkoff. Ahorita estamos mal y vamos mal. Por tanto, tiene que haber algo que conmueva la conciencia nacional, que nos haga detenernos y decir: ¡¡basta!! Y eso pasa de largo al próximo 7 de octubre, aunque lo incluya. ¿Alguien más alza la mano?

 

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