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La muerte como límite del mundo

(Dedicado a Juan David Chacón, a.k.a., OneChot)

I.
Las sociedades orientan y regulan la conducta humana a través de las instituciones. El “ser abierto al mundo” y “sin fijación” que es el hombre (Scheler, Nietzsche) se ve en la obligación de construir reglas, leyes y hábitos conductuales para funcionar en grupo. Se prohíbe el incesto (Levi-Strauss) y se establecen normas y rituales que se perpetúan en el tiempo para transformarse en manifestaciones culturales.

De esta manera, las instituciones no son más que constructos lingüísticos que detentan cierto poder para “fijar” conceptos sociales. Las instituciones psiquiátricas se erigen como límite de lo normal: un memento permanente de lo que es la locura (Foucault). Por más ideas extravagantes que se tenga, se sigue siendo normal, porque estamos de este lado de los confines del hospital psiquiátrico. Rimbaud tenía “iluminaciones”; Blake tenía “visiones”; San Juan, “premoniciones apocalípticas”. Ninguno estaba “loco”: eran “genios”.

Igualmente sucede con la muerte y el lugar que ocupa en el lenguaje de las sociedades. Fallecer puede desencadenar manifestaciones de jolgorio ligadas a la idea de la reencarnación (culturas hinduistas) o sollozos sintomáticos de la “pérdida”, en culturas basadas en el mito fundador del sufrimiento de la crucifixión.

II.
La muerte no es una existencia situada al final de la vida. La muerte forma parte de mi vida, desde el principio” (Haruki Murakami, Tokio Blues/Norwegian Wood).

Permítaseme entonces hacer una breve disquisición en torno a la cercanía de la muerte en dos países completamente distintos: Venezuela y Francia. Sucede que ningún país escapa a la muerte (a menos de encarnar el ideal borgiano de la inmortalidad), pero el lugar que se le atribuye es completamente distinto, según la sociedad y el lenguaje. Así, me parece que una reflexión orientada en este sentido nos presenta una interesante radiografía de las reglas y límites que ha establecido cada sociedad. Puesto que esto es un simple texto virtual sin pretensión académica alguna, intentaré no extenderme, aunque la barrera de los 140 caracteres que significa la muerte de todo significado más allá de esa frontera haya sido violada.

III. La ruleta criolla como modus vivendi
No es de extrañar que un país con galopantes tasas de homicidios, secuestros y accidentes automovilísticos viva la experiencia de la muerte como una espada de Damocles que cuelga perenemente sobre la cabeza de sus ciudadanos. En Venezuela, la muerte no se encuentra “al final de la vida”, como pretende Murakami, se encuentra sobre ella, la acorrala y la amenaza constantemente. La sombra de la muerte pende sobre el venezolano común. Se proyecta, no como un juicio final o un ser-para-la-muerte heideggeriano, sino como la abrupta amputación de la vida, un acto que se concibe de manera atroz y dolorosa, lejos del arquetipo “nieto que despide al abuelo”. En el lenguaje y la cultura del venezolano, éste muere abaleado por la inseguridad o aplastado por un automóvil con vocación de acordeón, que decidió reclamar su destino estrellándose e incendiándose en alguna autopista nacional. La Caracas de principios del siglo XXI puede ser entendida bajo dos propuestas semiológicas distintas: la lógica de Petare, barrio de Pakistán y la morbosidad bajo el signo de Tánatos de la novela Crash de J. G. Ballard.

IV. Suicide blondes
Del otro lado del Atlántico, los jóvenes de Francia proceden a rebanarse las venas como proceso natural del fin de la adolescencia. Allá, el suicidio es la primera causa de mortalidad prematura entre jóvenes de 25 a 34 años y la segunda entre los adolescentes y jóvenes de 15 a 24 años. En el país galo, la espada de Damocles la tienen los jóvenes entre sus manos a la hora de comer. En el lenguaje y la cultura francesa, todo es motivo para tragar ingentes dosis de pastillas para dormir: una ruptura amorosa, el fracaso laboral, algún resultado negativo en un examen universitario. Según las estadísticas, los franceses realizan un intento de suicidio cada diez minutos, mientras las empresas farmacéuticas inundan la sociedad con antidepresivos y los doctores prescriben Xanax, Vicodin y Valium a un ritmo desenfrenado capaz de volver psicótico a William Burroughs.

V.
Tenemos entonces dos sociedades distintas, con dos lecturas muy diferentes de la muerte. La cercanía de la muerte es radicalmente diferente en ambos casos: natural es, en Venezuela, morir asesinado (no suicidarse); en Francia, suicidarse (jamás ser abaleado o secuestrado). Por implicación, en la sociedad y el lenguaje francés son centrales las locuciones como, “estaba deprimido e intentó suicidarse”, “mi hermano se cortó las venas pero sobrevivió” o “mi novia me dejó, entonces ingerí la mitad del paquete de medicamentos”. De la misma forma, en Venezuela es “normal” escuchar que a alguien lo mataron, secuestraron o dispararon.

Esto lo podemos constatar fácilmente al invertir las proposiciones. La muerte, como fenómeno alejado, fortuito e incomprensible, se vive en Venezuela cuando alguien se suicida; afirmar que un amigo “se cortó las venas” despertará la incomprensión del interlocutor venezolano y su cara se transformará en una máscara de repulsión y dolor. Son raras las ocasiones en las cuales escuchamos que alguien se suicidó; que “lo intentó”, mucho menos. Fuera del círculo de adictos o pacientes psiquiátricos cuya gramática vital incluye la muerte en primer plano, el venezolano no se mata. Lo matan, lo cual es muy distinto.

La sociedad gala reacciona de la misma manera ante el asesinato. Si usted le dice a un francés que a su primo le dispararon en la cara, este lo recibirá con la misma incomprensión: después de corroborar que ha entendido la acción, es probable que esgrima hipótesis y le pregunte si su primo era delincuente, traficante o proxeneta. En la mente del francés, la gente no muere abaleada. La gente realiza “intentos de suicidio”, múltiples, numerosos, en diferentes momentos de su vida: esto es un reflejo de la normalidad, una especie de spleen baudelaireiano. En cambio, si usted afirma que un amigo murió desangrado en la camilla de un hospital porque no tenía dinero para ir a una clínica privada, el francés le dirá que esto es inaceptable, un verdadero reflejo del infierno en la tierra.

VI.
Concluiré con un ejemplo, a manera de ilustración, ya que los ejemplos rara vez son prueba de nada. Sin embargo, la anarquía epistemológica de la red me permite echar mano de lo que mejor me plazca, así que allí voy.

Una amiga en París me cita y me dice, después de los “cómo estás” de rigueur, que su novio se arrojó por la ventana. Ante mi reacción estupefacta, intenta atenuar el impacto de su noticia explicándome sobre el impacto de su (ex)novio: “he bajado y lo he visto tirado, en un charco de sangre, muriéndose. Así que técnicamente, no murió por la caída”. Trato de ser “amigable y comprensivo”, dos cualidades que jamás he logrado transmitir de manera convincente, pero ella interrumpe mi sonrisa falsa de vendedor de electrodomésticos usados para decirme que lo veía venir, que no era el primer intento de suicidio y que era “inevitable”.

La conversación cambia de tema, recorremos algunos lugares comunes y luego ella me pregunta por algunos amigos en Venezuela. Le explico, con normalidad venezolana, que al primo de equis lo mataron, que al hermano de una amiga lo secuestraron tres días y que a otro lo aplastó una camioneta y lo dejó en el hospital.

-¡Es espantoso! –me increpa la persona que vio a su novio saltar al vacío y desangrarse “normalmente” hace dos días- ¿cómo pueden vivir así?

-Supongo vemos la muerte de manera diferente –concluí antes de perderme en el grisáceo invierno parisino.

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