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Sucede en un Taxi

 

Ahora voy desnuda en un taxi, lo agarré en la avenida Municipal saliendo a escondidas de la Iglesia Evangélica. El conductor me mira confundido y no sabe si detenerse y cubrirme con su chaqueta o pedirme de un solo golpe que le pague y me baje del carro. Me da lástima el pobre hombre, este pobre hombre que debe ir retorciéndose de lástima por mí, mientras me ve las tetas apenas abultadas con esos pezones mal colocados e infelices. La cartera se me abrió en el asiento, así que no pude evitar que el taxista viera tu foto y se asqueara más todavía de mi circunstancia (el amor es una circunstancia), porque si al menos tú fueras un hombre atractivo y buena gente (o sea, yo creo que tú eres buena gente, pero te empeñas en hacerme sentir lo contrario) valdría la pena tanto show de diva disminuida a pobre puta sin oficio que encima hace las veces de niña buena y virginal.  No pude evitar que viera la foto porque en realidad quería que te viera y se dijera a sí mismo que a esta mujer desnuda y embarrada hay que rescatarla de ese hombre gordo y perverso, algo así como alimentarme a esa hora de la noche (las nueve de la noche, o sea, me perdí de ¿Quién quiere ser millonario?), dos perros calientes con bastante mostaza aunque fuera, y después llevarme a hotelucho para tirar un rato, siempre y cuando me dejara decirle que lo amo. Pero el tipo no sale del sopor de hacerle una carrerita  a una mujer desnuda y llorosa que hace rato se columpiaba en una esquina esperando que tú salieras de grabar un programa en un canal de televisión, a ver si le dabas algo para que cenara y se devolviera al rancho existencial en el que vive, pero un vigilante la espantó porque venían entrando unas modelos al canal, y se fue la luz, y un perro me ladraba con ánimos de morderme una nalga y se parecía tanto, tanto a ti, y yo no podía defenderme porque no tenía ni un paraguas ya que le daba al mundo por llover en mi cabeza, y me asusté porque vi que Lina Ron se acercaba; esto tenía que ser un sueño y no me quiero imaginar lo que me va a decir mi psicoanalista. No te puedo sacar de mi cabeza, por eso te invento de viaje (y que has perdido el boleto de regreso sin querer) o con otra (así como dices que es una torre), lo peor es que realmente no tengo certeza ni siquiera de que me odias y que la pasaste bien poniéndome al borde de mi propia vida que es el barranco en el que escupes, mientras te reías y ese día también yo andaba desnuda. Ahora escribo mal (no es que antes haya escrito bien) pero al menos tenía la esperanza de parecerme un poco a esa gente que escribe y que me encanta leer; así es que no puedo urdir ninguna ficción urbana (porque yo de vida urbana no tengo ni un pelo como ya sabrás), camino coja en tu sombra porque te busco con mis dedos en la memoria de mi vagina y eso no me permite seducir al profesor de dibujo y acostarme con él, ya que ni es gordo ni blanco ni tiene pecas en la espalda ni es poeta callejero. En fin, suponiendo que la historia del taxi hubiese sido cierta, lo más seguro es que el taxista me hubiese hecho el amor allí mismo en el carro y yo hubiera protestado un poco al ver que muchas cosas colgaban injustamente, y a lo mejor hubiera mirado el techo que era un cielo contaminado con frases como “por lo menos”, mientras esperaba el chorro escueto de semen que ojalá caiga sobre tu foto, para ungirte y elevarte a la categoría de dios que recibe el sacrificio de los hijos no-nacidos de un hombre que lleva a mujeres desnudas de un lugar a otro, de una soledad grasienta a una soledad de chofer y esas otras tantas vainas que como clichés se me han pegoteado desde que te fuiste a comer enrollados árabes en el Paseo Colón, tú gordito en tránsito, te digo que por culpa tuya me voy  a meter a lesbiana. Qué bueno, se acabó, el 23 de diciembre es que hacen las hallacas en mi casa.