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Hugo Chávez: Mandela al revés

A girls poses next to a tank after the military parade to commemorate the 20th anniversary Venezuelan President Hugo Chavez's failed coup attempt in Caracas

Para los venezolanos, la experiencia del chavismo ha sido como una felación hecha por Luis Suárez. La idea inicial podía parecer atractiva -cuestión de gustos-, pero la ejecución -puro diente, una raspadura tortuosa-, y el resultado -el pene tajeteado, pérdida ingente de sangre-, incómodo y decepcionante.

 

Porque los venezolanos han dejado sangre en las calles y las cárceles como pago del experimento “bolivariano”. Una sociedad acabada, dividida y rencorosa, es lo que nos ha quedado. Más o menos como el pene luego de lo de Luis Suárez.

 

Más allá de sacar cuentas, de comparar cifras necrológicas, de hablar de la inseguridad, de la guerra de Irak que mata menos gente que la guerra de Chávez contra los venezolanos; más allá de todo eso está la muerte.

 

La muerte en singular. La muerte como final de una vida. Son decenas de miles los muertos de Chávez, pero cuando matan a tu hijo, a tu padre o a tu primo, sólo hay un muerto que cuenta.

Los políticos llevan a cabo airados discursos, los economistas avanzan números, los intelectuales hablan de ideología. Pero para aquellos que han perdido a un ser querido nada de eso tiene relevancia.

 

Por eso, cuando se me pregunta cuál es el legado de Chávez, lo primero que se me ocurre es el odio, la división y la muerte. Venezuela jamás fue una sociedad unida y solidaria; de hecho, el caraqueño es un ser particularmente rencoroso, lleno de envidia. Esto siempre lo hemos maquillado con concursos de supermodelos peroxidadas discurriendo de la manera más ignorante posible sobre “la paz mundial”, “los niños”, o cualquier otra babosada. O gritando con histeria cómo algún deportista en Europa tiene pasaporte venezolano, o enorgulleciéndonos estúpidamente porque el padre de Mariah Carey era nuestro compatriota, o algo por el estilo.

 

Siempre fueron y serán complejos de un pueblo que clama por una unidad que no existe. Una gente que se niega a aceptar que nos odiamos. Que si a usted le va bien en su trabajo y su carrera, lo van a envidiar y odiar, y si le va mal, también.

 

Sin embargo, a pesar de que la “unidad” y la “solidaridad” son una fachada patética en Venezuela (vaya a algún festival de bandas locales y vea cómo “el movimiento” del rock vernáculo se despedaza tras bastidores con intrigas y rumores de comadres), todo el trabajo de Chávez estuvo orientado a que termináramos de detestarnos.

 

Con la mano experta que da la disciplina bruta castrense, nuestro anti-Mandela, o Mandela al revés, pasó más de diez años regodeándose en el insulto y la humillación.

 

La estrategia funcionó. Chávez sabía que el pueblo venezolano, constituido por una mayoría de cobardes sin honor, aplaudiría la difamación en cadena nacional. Más o menos como Robert Serra, que en el video de Maduro llamando a la oposición “sifrinos mariconsotes”, se parte de la risa atrás. Ese personajillo arrastrado es ahora un “héroe de la revolución”, aplaudido por miles de seguidores del gobierno. Y el otro personaje deleznable de ese video, que cree que es honorable y valiente insultar a los que no piensan como él por televisión, fue ungido a la presidencia (sí, ungido, no votado) por el cadáver hinchado de nuestro Jabba The Hutt cuando le dio la gana de gobernar desde Cuba.

 

Chávez destruyó, porque es más fácil destruir que construir. Chávez persiguió a opositores, porque para convencer hay que tener argumentos. Chávez forzó el exilio de casi toda nuestra clase estudiada y preparada, porque un maldito milico de mierda no podrá nunca entender lo que es la ciencia.

 

Fueron las acciones de un hombre pequeño, liliputense, conformista y mediocre. No hay ninguna gesta épica en llegar al poder y, escudado en el TSJ y la Asamblea Nacional, llamar “marico”, “burro” y “diablo” a la gente. Eso no es de hombres, eso es de cobardes. Es como el niño que te insulta escondido detrás de las faldas de su mamá, porque sabe que no puedes contestarle.

 

Es por esto que lo más triste del legado de Chávez es Chávez mismo. No el político miope incapaz de hacer nada para que la inseguridad deje de matar a los venezolanos. No el imbécil incapaz de multiplicar 7×8 o entender lo que es la inflación, que destruyó la economía del país.

 

No, lo más triste es tener que compartir ciudadanía con gente que venera a este adefesio, que le parece valiente gritar improperios detrás de la protección policial y militar, que aplauden más de una década de destrucción y violencia.

 

Los grandes estadistas, los Mandelas del mundo, logran unir naciones divididas y proyectarlas hacia el futuro. Son recordados por lograr construir un sueño común, por darle esperanzas a sus ciudadanos.

 

Hugo Chávez, nuestro Mandela invertido, logró exactamente lo contrario. El tamaño y lo extendido en el tiempo de la fractura social están por verse. Pero su legado, de destrucción, horror y muerte, es innegable y lo vivimos todos los venezolanos de forma diaria, por más lejos que estemos de la tierra quemada que nos dejó Chávez, un terruño otrora conocido como “Venezuela”.

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