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El Regreso: Los Invisibles

El regreso
Carlos Rangel rebatió el mito de «Del buen salvaje al buen revolucionario».
Según el polémico libro del autor, la clase intelectual sufría de complejo de culpa por su pasado colonial. En consecuencia, gustaba pintar a las etnias aborígenes como ingenuas organizaciones sociales corrompidas por la civilización.
Dicha mirada, de antropólogo inocente, constituye la piedra angular del pensamiento reivindicativo de los tiempos actuales. Surge entonces un cine de los derechos de las minorías, de las identidades perdidas. Los pobres, los sordos, los transgéneros y los niños cobran el protagonismo de la oferta criolla. Pero el tema no es nuevo. En los setenta figuraba en un título emblemático, «Canción Mansa para un Pueblo Bravo».
El planteamiento era el mismo, salvo por el sentido del humor negro. Orlando Urdaneta tomaba por asalto a la gran ciudad en busca del dorado. Sin embargo, la distopía caraqueña frustraba sus planes en cuestión de horas.
El final le daba la razón a la moraleja de la película: «los delincuentes no nacen, sino se hacen».
Lástima porque no supimos conservar el matiz irónico de aquella cinta. Nos quedamos con el golpe de pecho del melodrama de denuncia. Ello se radicaliza en los noventa con las dosis populistas de «Sicario» y «Huelepega», viajes iniciáticos por el infierno de la infancia descarriada. Volvíamos a la época de «Los Olvidados».
La onda expansiva del problema alcanza a la vecina Colombia, por dos vías, la de la tragedia y la de la farsa. Es la diferencia entre la desoladora «Rodrigo D No Futuro» y la corrosiva «Agarrando Pueblo», crítica al enfoque etnocéntrico de los explotadores del dolor ajeno.
Así llegamos al estreno de «El Regreso», adscrita a las corrientes antes citadas. Faltaría emparentarla con el realismo poético de los chicos del Irán y el acento regional de la escuela zuliana. Es buena noticia el hecho de descentralizar los focos de producción en Venezuela.
Por Maracaibo ya dieron la cara Penzo, Caridad, Curiel y Malavé. Ahora toca el turno de una mujer, Patricia Ortega, y ella se lleva por los cachos a sus colegas. Ojo, tampoco filma una obra maestra.
No obstante, eleva el listón de la apuesta por retratar las inclemencias de su contexto, a pesar del desarrollo irregular de las acciones.
A la pantalla le cuesta aguantar los abruptos cambios de ritmo bosquejados por el guión, cuyos diálogos son recitados de memoria por el reparto de actores no profesionales. Varías líneas suenan forzadas en boca de los personajes.
Laureano Olivares se pasa un poco de rosca como el Paraco desalmado de la trama. Escupe, insulta y corta en pedacitos a sus víctimas. Allí vislumbramos un quiebre drástico en la puesta en escena.
Del preciosismo pictórico, rayando en el exotismo para la exportación, pasamos al terror explícito de «La Matanza de Texas». En adelante, «El Regreso» no escatimará recursos para ilustrar su tesis.
Una niña es testigo del arrase de la Guajira, de la contaminación del lago, de la ausencia de porvenir.
El desenlace increpa a las autoridades, eludiendo el atajo de la concesión para tranquilizar a la mala conciencia. La fotografía siembra ideas inquietantes en el espectador.
Desafiando a la corrección política imperante, el alegato concluye en el vacío de la espera por la justicia.
Somos un mar de sueños rotos.

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