panfletonegro

O ME SIGUES O TE MATO: LAS ANGUSTIAS CONTEMPORÁNEAS Y LA CRISIS EN VENEZUELA

En estos tiempos de incertidumbre, existen dos polos igualmente problemáticos. El primero es el de la gente que, a falta de referentes morales objetivos, se lanza al vacío con la consigna del «todo vale lo mismo». Este es el grupo de los postmodernos radicales, los que intentan aplicar los mismos criterios epistemológicos («no se puede llegar al conocimiento absoluto de las cosas») al ámbito de la ética («como no hay valores absolutos, podemos apostar por la falta de valores»). Este planteamiento es problemático porque, en la práctica, coloca todas las acciones humanas al mismo nivel: bailar, matar y rezar serían moralmente equivalentes (total, no hay valores absolutos, ¿no?).

Los que se adhieren a este polo, podría decirse, confunde la gimnasia con la magnesia. Que no existan valores absolutos no quiere decir que no necesitemos puntos de referencia para saber qué vale cuánto. Ciertamente, los criterios del pasado («la verdad revelada» por la religión o por la ciencia) son obsoletos, porque sabemos que el conocimiento científico es relativo a la manera particular de obrar de la ciencia (el metodo empirico-naturalista, hipotético-deductivo…), tanto como el conocimiento religioso es relativo a cómo la religión construye el conocimiento (un libro asumido como verdadero y una estructura política que regula las interpretaciones válidas de las inválidas).

Así pues, este grupete escuchó el «es relativo» y salió a hacer desmadres, sin entender que lo relativo quiere decir que todo conocimiento es relativo al modo cómo se obtiene y que por eso, tienes límites y rangos de acción. Que la ciencia no sirva para regular la conducta humana porque pretende describir, antes que prescribir; que ciertos cientificistas pasen a usar la ciencia para prescribir lo moralmente válido, sin sustento real, no significa que deba ser desechada o que pueda ser equivalente a los postulados de la Nueva Era, por ejemplo (v.g. «da lo mismo ir al médico que al brujo», «todos los sanadores tienen el mismo alcance que los médicos», «yo solo necesito homeopatía y no medicina alopática», «piensa lo bueno y se te dará»). El conocimiento, esto es lo que los desaforados no entienden, es bueno o malo, depende de cómo se use y para qué. Es decir, todo conocimiento es útil o inútil dependiendo del contexto: ¿quieres curar un cancer rezando? Mmm… mi sentido pésame. ¿quieres encontrar el sentido de la vida en las teorías científicas? Mira, te paso el número de este centro de rehabilitación porque el desespero te va a llevar a las drogas. No hay conocimiento universal, la verdad absoluta es simplemente imposible para los humanos, por estar dentro de las coordenadas de un tiempo, un espacio y sus propias limitaciones perceptivas. Por eso es bueno tener muchas herramientas, y usarlas de acuerdo a su función.

El segundo polo, la otra respuesta a las ansiedades contemporáneas es el de los temerosos de la libertad, es decir, el de los fundamentalistas. A ellos la idea de que no haya verdades absolutas les mueve el piso como a nadie. Se angustian, las tripas se les mueven y, por eso, salen corriendo a refugiarse en cualquier seguridad prefabricada que tengan a mano. La estrategia es:

  1. Encontrar un texto y considerarlo sagrado.
  2. Aferrarse a él y empezar a decir que quien no crea en eso está mal.

Noten que cualquier texto es bueno, no tiene que se sólo la biblia. Los musulmanes radicales, asustados frente a la interpretación de los textos, hacen lo mismo que los opusos y los extremistas cristianos, sólo que con el Corán. También sucede en el ámbito de la ciencia. Es muy típico en la psicología académica, por ejemplo. Un conductista se casa con una teoría específica y, a partir de allí, cree que los psicoanalistas están errados, inventando güevonadas; lo mismo ocurre al reves, psicoanalistas que se burlan de los empiristas porque «no ven más allá». Incluso en la física, por nombrar una «ciencia dura», puede ocurrir lo mismo.  Los seguidores del «materialismo reduccionista», entre los más destacados, tienen unas ideas tan absurdas como las de cualquier grupo religioso extremista.

En definitiva, y valgan acá las consideraciones sobre los límites y los alcances del conocimiento que hice anteriormente, este segundo polo apela al autoritarismo epistemológico, en un intento por superar la falta de referentes objetivos. Ellos contienen la angustia creyendo que tienen una relación especial con un ente «objetivo» (v.g. Dios o la Naturaleza). Por eso terminan diciendo «yo se cual es la verdad» y, a partir de allí, empiezan a predicar.

La prédica no es inocente, por cierto. Tienen una agenda muy clara, convertir a los demás a su credo. Por eso cuando los otros cuestionan sus certidumbres ficticias, la rabia los lleva a las estrategias de dominación. En este sentido, el terrorismo de los radicales islámicos, los lamentos patéticos de Benedicto XVI cada vez que abre la boca, e incluso la presión económica de los seguros para reducir todo a la farmacología, deben entenderse como expresiones de ese autoritarismo epistemológico.

Así las cosas, lo que me queda por decir es que, a estas alturas del siglo XXI, la mejor solución parece ser el pragmatismo. Por un lado, sabemos que no hay vuelta atrás, que somos demasiado cínicos para creer en verdades universales y absolutas (con la excepción de los fundamentalistas del párrafo anterior). Por el otro, reconocemos que tenemos verdades individuales y que estas son evidentes para nosotros («yo creo en…» por la razón que sea, porque me cayeron a palos para ser cristiano, porque reflexioné por mí mismo…). Así que, reconociendo esta diversidad, lo que nos queda es ponernos de acuerdo. ¿Qué es lo mejor para nuestra sociedad en específico si reconocemos el derecho a la individualidad? ¿Cómo tener ciertos referentes lo suficientemente amplios como para dar cabida a TODOS los individuos? No se trata de encontrar una verdad compartida, sino de generar consenso. Mientras unos babosos crean que pueden obligar a los otros a seguir sus verdades, el conflicto será la marca de la dinámica social.

En el campo inmediato de la política venezolana, queda claro que el chavismo es autoritario porque intenta imponer a la mitad del país una idea reducida de lo que es ser venezolano. El texto, obviamente, es la retahila de pendejadas que escupe el máximo líder de acuerdo al estado de su química cerebral; ese pasticho que puesto en un solo lugar se llamaría el «socialismo del siglo XXI». El autoritarismo es evidente: «si no estás de acuerdo conmigo, eres traidor a la patria y, por esto tengo derecho de aniquilarte». No mijo, cálmate, mi opinión es tan válida como la tuya y NO, NO QUIERO VIVIR TU IDEA BALURDA DE SOCIEDAD. La oposición no se queda detrás y por eso es que, a fin de cuentas, estamos tan mal. Los chavistas al menos son homogéneos, como salchichas de paquete, mientras que los líderes de la oposición quieren embutirnos una idea tan patética como la chavista, sólo que con más represiones (familia nuclear, devoción cristiana encubierta…). Simplificando el asunto, pareciera que estamos entre un evangelio popular chavista y el opusismo aristocratizante como el que se condensa en el sureste de Caracas y en las filas de Primero Justicia.

Solo puedo decir que, mientras sólo haya dos opciones igual de malas, tendremos a Chávez para rato. Por cierto, ¿notan que en el escenario venezolano no hay desaforados? El problema en Venezuela, si nos ponemos a ver, es el de un pueblo que busca desesperadamente una verdad que no existe; una verdad que, en todo caso, debe crearse por consenso.

Salir de la versión móvil