El Bufé

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Cuando supieron que estaba recién llegado, Elena y Viktor decidieron que tenía que acompañarlos, al otro día, a la iglesia donde trabajaban como voluntarios. Aunque no precisaron el por qué, especialmente porque su inglés no daba para tanto, sí insistieron en que estuviera puntual en Queen Station, la estación de metro más cercana a ese lugar.

A la mañana siguiente, cuando los encontré, me arrastraron del brazo, prácticamente, mientras me aconsejaban en torno a los pasos que debía dar para integrarme prontamente a la sociedad canadiense. Hablaron de bancos de comida, bancos de ropa, beneficencias y ayuda del gobierno; decretaron que mis primeros meses iban a ser muy duros y que por tanto no debía gastar dinero en nada, sino aprovechar todo lo que la ciudad podía ofrecerme gratis. Elena era la más preocupada, su voz denotaba una urgencia inusitada; Viktor asentía y le decía cosas en ruso y, mientras Elena traducía sus recomendaciones, él se dirigía a mí mediante palabras sueltas, “winter clothes, warm, careful…”. No parecían interesados en escuchar cómo había llegado o cómo me estaba manteniendo en Canadá. “Recién llegado” era suficiente para ellos.

De repente se detuvieron y me soltaron frente a un señor mayor. No me di cuenta que habíamos caminado ya 3 cuadras y descendido al sótano de una iglesia de piedra. Viktor gesticulaba como aupándome a que solicitara algo. Elena pelaba sus azulísimos ojos a la vez que apretaba la boca, hasta que, no pudiendo más, espetó en un ruso inconfundible “ask him”. “Ask him what?” repliqué. Ella gruñó y se dirigió al hombre que, por supuesto, nos miraba con mucha curiosidad. Él quiere ser voluntario, entendí que le dijo. “No, no, no… es un malentendido” me apuré a decir. De nuevo me arrastraron por el brazo, fuera de la oficina en la que estábamos. Elena estaba exaltadísima. “You crazy”, repetía. Para salir del paso y no dar muchas explicaciones les dije que ya tenía un lugar donde trabajar como voluntario. (Valga aclarar acá que el trabajo voluntario es toda una institución en Canadá y que es especialmente útil para que los inmigrantes vayan adquiriendo experiencia laboral válida a la hora de solicitar un empleo remunerado.)

Ahí se calmó, tan súbitamente como había perdido los estribos, y me llevó a una especie de comedor industrial. Viktor ya había desaparecido en la cocina y emergido con unas jarras de café que colocó sobre una mesa donde había, además, pizza cortada en pedazos y varias bandejas con comida chatarra. Entretanto, yo me había sentado, tratando de entender en qué me había metido. En eso empezaron a llegar los comensales. Eran iguales a los que se ven en las películas, con mucha ropa descombinada y raída; sólo les faltaba el carrito de supermercado cargado de chécheres. Por un momento pensé que, seguramente, lo dejaban estacionado afuera, hasta que noté que llevaban bolsas plásticas o accesorios desvencijados llenos de cosas. Entraban directo a la mesa, se servían café, agarraban varios trozos de pizza y todo lo que pudieran de papas fritas, galletas saladas y nachos. Acto seguido se sentaban y, con la boca llena, conversaban y bromeaban con los demás.

“Así que esto es un banco de comida” pensé. Ya iba a extenderme mentalmente en esta idea cuando ví que tenía a Elena encima y desesperada. “You eat!”. “Oh my God!” fue mi siguiente pensamiento. La pobre Elena estaba doblemente preocupada. Por un lado temía que me fuera a morir de inanición; por el otro, no sabía como decirme en inglés lo importante que era salir de mi supuesta pobreza extrema. No era necesario. Al ver la expresión de su rostro entendí que sólo quería ayudarme, así que me paré, hice mi cola para el café –sorry pero no pude agarrar de lo otro– y me senté de nuevo, pensando esta vez que esto sí era un verdadero trabajo de campo de antropología urbana. “¿Acaso no nota que luzco distinto a ellos?” me pregunté.

Ya estaba a punto de aventurarme a conversar con mis compañeros de mesa, cuando otros voluntarios sacaron grandes recipientes con comida caliente. Hubo un revuelo general y se armó una larga fila para recibir lo que era como un gran almuerzo –pollo, papas, pasta con salsa–, pero a las 10:30 a.m. y justo después de un atracón de comida chatarra. Lo peor era que yo estaba completamente satisfecho pues, como no sabía cómo iba a ser mi día, había desayunado copiosamente antes de salir de casa. De manera que me quedé sentado observando y, cuando Elena se asomaba desde de la cocina pelando sus ojos azules para que hiciera la fila, yo le hacía señas con una sonrisa amable para indicarle que todo estaba bien. Claro, ella no se lo creía, así que al rato la tenía arrastrándome del brazo para que me sirvieran mi plato. Ahí tuve que decirle que no tenía hambre, con lo que ella, rauda y veloz, corrió a la cocina a traer un plato vacío para que me llevara la comida. “You need food”. Me arrastró luego a la mesa y, al soltarme, dijo decidida “you wait”.

Vi como la fila se convertía en una banda sin fin, donde los que ya había comido volvían de nuevo para buscar algo para llevar, hasta que ya no hubo más para repartir. Los comensales comenzaron a retirarse y, cuando quedó vacío el salón, aparecieron mis exsoviéticos ángeles de la guarda. Me llevaron a otro cuarto, lleno de ropa, y me cargaron con guantes, gorros, bufandas y suéteres de segunda mano. “You need winter clothes” explicaban. Luego me pasaron a la siguiente habitación, donde metieron en otra bolsa varias latas de comida y algunos paquetes de pasta. “Take”. Ya cargado como un Ekeko, y para prevenir mayores cuidados, les dije que estaba muy agradecido pero que me tenía que ir. La verdad quería salir corriendo antes de que alguno de los encargados del sitio me llamara la atención, pues en cada una de las dos habitaciones había un letrero que indicaba «no más de dos artículos por persona».

Wait, we go too” y me volvieron a llevar de rastras, esta vez a la cocina del comedor. Allí agarraron sus cosas y, antes de partir, sacaron de la despensa algunos de los alimentos usados para ese día; el aceite, unas galletas. Elena tomó el pote de cocina con café y una cajita de sal a medio usar y me los dio diciendo “you need these”. Esa urgencia con la que me hablaba se expresaba ahora en su paso. Salimos como viajeros que estaban a punto de perder su tren. Ya afuera, les dije que yo iba de vuelta al metro. Se despidieron diciendo que ellos no y se fueron, con paso rápido, en la dirección opuesta. De repente, y como quien vuelve de detrás del espejo, me sentí completamente estúpido, parado en la esquina de una gran avenida del centro de Toronto, cargado con bolsas de ropa de invierno descombinada y a pocas lavadas de estar raída, latas y paquetes de comida de calidad desconocida y, en una de mis manos, dos platicos de anime conteniendo el pollo con papas que habían servido a unos indigentes una hora atrás. A lo lejos, vi que Elena se detenía abruptamente. Se volteó como si hubiese olvidado algo importante y, con evidente alegría, agitó sus manos mientras gritaba “welcome to Canada!”.

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