Bosques:
vastae solitudines

-Pedro Enrique Rodriguez
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De niño, hubo un tiempo en el que tuve que pasar las tardes en la casa de un familiar. Era una casa amplia y silenciosa y en la hora de mis visitas casi nunca me encontraba con otros niños. Solo y, sobre todo, aburrido, entre una infinidad de porcelanas diesiochescas y campanitas de cristal, solía sentarme con un soldadito en mitad de la sala a ver largamente un cuadro que me encantaba. El cuadro era una escena cotidiana, con algo del aire de la pintura flamenca, en el que dos lavanderas hermosas con blusas trenzadas y largas faldas con pliegues se ocupaban de lavar la ropa a orillas de un río en mitad del bosque. Apenas un poco más allá comenzaba una cuesta alfombrada por una gramilla verde. Frágiles árboles frutales ocupaban el lugar de esa cuesta. En el fondo, apenas divisible entre los árboles, se veían los techos de un villorio, el humo que salía por las chimeneas de piedra.

Me gustaba detenerme ante ese cuadro. Detallar la piel blanca de las mujeres, su expresión corriente al lavar la ropa, el cabello recogido sobre el cuello. Pero más me gustaba imaginar lo que ocurriría si pudiese introducirme en el cuadro y aparecer, digamos, en la otra orilla del río. Entonces me complacía en pensar que tal vez haría el intento de cruzar el río, saltando de piedra en piedra. Imaginaba que una de las mujeres –la más hermosa, aquella que miraba la ropa sumergida en el agua como si fuese un pez o un arcoiris–, levantaba de pronto la mirada al verme saltar y me preguntaba, sin sorpresa, sólo como quien se distrae apenas un poco:

–¿Y tú quién eres?

Suponía que su voz correspondía a la imagen que me había hecho de ella: la voz dulce y melodiosa de una campesina de un país remoto, tal vez de los confines de Islandia o de Noruega. En mi imaginación yo me paraba en seco sobre una piedra –sentía en mis pies el frío del agua, escuchaba el zumbido del viento, el aroma del campo– y entonces me presentaba, hablando con corrección una lengua que hasta ese momento no conocía:

–Soy Harald –mentía.
–¡Ah! –respondía la mujer y seguía con su oficio. Levantaba en vilo una inmensa sábana de un blanco amarillento. La miraba al trasluz y volvía a sumergirla en el agua con un sonido que a mi me hacía pensar en un chapoteo deleitoso.

Entonces me perdía por la cuesta, hasta que mi propia imagen dentro del cuadro desaparecía y descubría allí escondido un nuevo paisaje, una nueva escena que me fascinaba. A veces esa imagen era, precisamente, la imagen de otra pintura de tiempos remotos con la que el cuadro podría guardar algún parecido. Un castillo gótico, por ejemplo, como había visto en la casa de mi abuelo, pasaba a ser la nueva escena develada. En la distancia veía sus paredes de piedra, sus banderillas flotando al viento de la tarde en un marco de madera oscura. Abajo, donde el valle se abría como un inmenso plano amarillo repleto de trigo, nacían otros villorios semejantes al que dejaba a mi paso. Caminaba, sentía el olor de la segada, remontaba las pequeñas pendientes. En un árbol de una botánica desconocida encontraba a un pajarito con la cabeza metida entre las alas. Más allá aparecían jornaleros, muchachas pálidas cargando con dificultad un cubo de madera o una cesta con frutos del bosque. Así pasaba la soledad de la tarde, sumergido en un silencio de hayas y arces, en el encanto silencioso de las encinas.

Fue sólo con los años, al leer el bello libro de Jacques Le Goff: “Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval”, que pude entender que ésas imaginaciones boscosas con las que distraía el juego solitario eran, en realidad, recreaciones bastante fieles de los primeros significados atribuidos a la foresta medieval. En efecto, la alusión más antigua al término bosque data del año 648 y está inscrito en la abadía de Stavelot-Malmédy, ubicada en el corazón de la “selva europea por excelencia”, el bosque de las Ardenas, repleto de robles, hayas y abedules. Dice así: “In Fosta nostra nuncupata Arduenna, in locis vastae solitudinis in quibus caterua bestiarum geminat”, lo cual podría traducirse más o menos del siguiente modo: “En nuestro bosque llamado Ardena, vasta soledad donde germinan las bestias”.

La alusión es significativa por un sentido que va más allá de las pálidas alas de la retórica: por el obvio paralelismo que se establece entre el bosque y la soledad. Si bien el bosque medieval fue, en realidad, algo más que un lugar solitario –existen indicios que hacen pensar que no sólo fue frecuentado por ascetas y bandidos, sino también por cazadores, carboneros, forjadores y buscadores de miel y cera llamados antiguamente “bigres”–, una bella metáfora medieval ha querido mantener la imagen del bosque como el sitio de la soledad, el recogimiento y la penitencia. Como de costumbre, en esto tiene mucho que ver el peso de la tradición literaria heredada con el judeocristianismo. Los textos bíblicos carecen, lógicamente, de las exuberantes forestas. En ellos sólo se encuentran las desérticas planicies de los primeros ascetas. (Los eremitas son, literalmente, hombres del desierto). La traducción bíblica del desierto en una zona esencialmente templada como Europa Central exigió un nuevo lugar mágico, ese lugar fue el bosque. De allí, su temprano sabor a soledad, su imantado sentido de suplicio. Decía Harald Sigudarson, futuro rey de Noruega, en la saga del islandés Snorri Sturluson: ”Aquí me veo, sin gloria / Pasando de bosque en bosque./ Quién sabe si por eso / No seré muy renombrado”.

Los giros idiomáticos de la Baja Edad Media atestiguan este ímpetu de soledad en los adjetivos más comunes: del vastum, característicos de las vastae solitudines de las que habla la lápida de la abadía de Stavelot-Malrmédy y, siglos más tarde, Godofredo el Gordo. Por otra parte, el muy frecuente adjetivo gaste, equivalente a calificar la selva como devastada, vacía, árida, usado por el Benito de Sainte-Maure y otros trovadores medievales.

Será sólo con los años que a la tradición eremítica del judeocristianismo se sumará el simbolismo plácido y aventurero de los cantares de gestas de las glorias célticas, germanas y escandinavas. Autores como Tristán de Béroul y, sobre todo, el legendario Chrétien de Troyes, llenarán la foresta con personajes de gesta inolvidables como Auscassin y Nicolette, los fatídicos Tristán e Iseo y las aventuras de Perceval, hijo de la Dame de la Gaste Forêt Solitaire, quienes encontrarán en el bosque el lúbrico lugar de sus penitencias y aventuras hasta coronar, a finales de la Edad Media, con el cándido escenario del Idilio y, apenas un par de siglos atrás, con el patético dulzor del bucolismo del que, felizmente, pude librarme en aquellos deleitosos y solitarios paseos infantiles.


   

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