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La Sayona

Veníamos de una fiesta en San Isidro como a las dos de la mañana. Nos paramos un rato en el paso del río. “Espérense que me voy a quitar los zapatos”, digo yo. “Pero si vamos a pasar por aquí” me dice Santiago ya subiéndose al tronco del roble caído. “¿Qué? Con la borrachera que cargo yo, lo que voy es a caerme si me pongo a subirme en ese palo”. “Pero si te pones a mojarte te va a dar más hambre, pendejo”.

“Mejor no nos demoramos mucho en este pozo, muchachos, que aquí y que sale un encanto” habla por fin Rodolfo y parece en verdad asustado. “Nojó si nos saliera un encanto estaríamos arreglados, aquí lo que dicen que sale es un espanto”. “¿Acaso no es lo mismo pues?” digo yo para hacer tiempo mientras me arremango los pantalones. “No, que va. Un encanto es una mujer bellísima en cambio un espanto siempre es un bicho bien feo”.

Dicho y hecho. Apenas se hace silencio, vuelve hablar Rodolfo. “Miren ¿Qué es aquello que viene allá?”. “¿Dónde?”. “Allá, en la carretera”. Se nos hela la sangre. A una orilla de la carretera empieza a distinguirse una figura que camina hacia nosotros. Vestida toda de blanco, lo que más me asusta es que parece dos veces más alta que yo. Los brazos largos casi le llegan a las rodillas. Viene con paso rápido, como si huyera de algo. No nos ha visto.

De golpe, se detiene. No puedo verle la cara, parece ir cubierta toda con un velo. Animados por nuestro silencio comienzan nuevamente a cantar las ranas y los grillos. A cada instante creo estar a punto de empezar a escuchar el pavoroso aullido de la Sayona. Poco a poco, la mujer extiende los brazos en cruz. Ya nos ha visto. Se me ponen los pelos de punta. No puedo moverme. Mis pies están pegados a las frías piedras de la orilla del río. Casi sin creerlo veo como se parte en dos con estrépito y cómo las piernas, separadas del resto del cuerpo, emprenden violenta carrera alejándose de nosotros.

Santiago es el primero en reaccionar. “¿Qué vaina es esa?” y sale corriendo hacia el pedazo de espanto que ha quedado abandonado. Nosotros le seguimos impulsados por el mismo miedo que nos tuvo congelados. Cuando llegamos al bulto, encontramos que era un bojote de frascos, montes y velas de colores. “Esta es una bruja chico. ¡Vamos a alcanzarla!”.

Y seguimos corriendo por la carretera hasta que vemos el velo blanco ondeando delante de nosotros. Un poco más allá, la perseguida se rinde. “No me vayan a hacer nada muchachos, soy yo”. Se para y se descubre la cara. Aún me queda un rescoldo de pavor. “¡Pero si es Irenia, la mujer de Culo de Olla!”. “No le vayan a decir a nadie esto muchachos”. “Así que tú eres bruja”. “Ustedes saben que uno tiene que ganarse sus reales, vale”. “¿Y quién te contrató?”. “¿A quién le ibas a montar un daño?” “No, yo no soy de esas... ¿No tienen hambre? Vénganse pa la casa. Yo les hago unas arepas”. “Vamos, pues”. “Vamos”.