¿Qué nos pertenece?, ¿el artista o la obra?

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El artista solo crea la mitad de la obra, siempre lo he dicho. Uno, como espectador, como consumidor, como fanático, completa la composición. Una canción no es solo un conjunto de notas y frases que riman, sino que es también lo que nos hace sentir. Un relato, una novela, no es solo un grupo de párrafos ordenados de forma lógica, sino que es también lo que nos hace pensar sobre la vida. Una película no es solo una secuencia de fotogramas, sino que es también lo que nos hace evocar de nuestras propias experiencias. Ninguna obra está completa sin alguien que la mire y valide su significado, sin que esto quiera decir que ese significado sea el mismo que el autor se imaginó en un principio. Eso es lo que, a mi modo de ver, entre otras cosas, hace genial al arte; deja de ser una actividad individual para convertirse en un producto social.

Sin embargo, a veces lo llevamos un poco más allá. Como humanos, tendemos a ser un tanto expansivos con nuestra identidad; la llevamos a todos lados, a todo lo que nos rodea. Lo que somos no está contenido únicamente en nuestra psique, mucho menos se circunscribe a nuestro cuerpo. Nuestra ropa, nuestras pertenencias, también nos definen; no porque lo hagan intrínsecamente, sino por el hecho de haberlas escogido. Nosotros hemos decidido qué aspecto de la realidad le habla a los demás sobre quiénes somos. Lo mismo pasa con lo que leemos, con los cuadros que nos gustan. Pasa con la música. Pasa mucho con la música.

Nos tomamos demasiado en serio el rollo de la música. No solo es que una canción nos defina, que hable de una etapa específica de nuestras vidas, que nos recuerde a alguien especial, que toque directamente un tema sensible para nosotros. Es que pretendemos también que ese artista nos defina por siempre. Queremos que ese grupo, que ese solista, que esa cantante, suenen siempre a la primera vez que los escuchamos, que no dejen de transmitir nuestras emociones tal cual las transmitieron en el primer instante en que escuchamos una de sus canciones. Queremos que ese autor siga siendo una extensión de nuestra identidad por tanto tiempo como reconocemos que nuestra identidad puede ser la misma.

Es lo que pasa cuando escuchamos esa bandita en algún local caraqueño y nos atrapa con su sonido sucio y despreocupado. Los escuchamos esa primera vez y no podemos creer que ese grupo de veinteañeros tengan un sonido tan auténtico (sea lo que sea que eso signifique para cada quien) y con unas letras tan sencillas pero tan directas y reales. Nos encantan. Deseamos con locura que haya material de ellos en internet, algo para llevarnos a casa de ese huracán que nos acaba de atropellar en vivo. Llegamos a nuestros hogares, encontramos que tienen una web y ahí está descargable su EP. Bingo. Tenemos esas cuatro canciones que escuchamos en vivo. No tienen la fuerza de lo que escuchamos en el local, pero ahí está la esencia.

A las dos semanas, escuchamos una de las canciones en la radio. Nos hace algo de ruido, pero igual es genial. Cantamos la canción que ya nos sabemos de memoria y nos regodeamos en las caras de sorpresa de quienes nos ven, porque para ellos ese material es totalmente nuevo; para nosotros, ya es la banda sonora de nuestro día a día. Luego empezamos a escucharlos más seguido en la radio, a través de Twitter nos enteramos de que tienen más y más toques ya no solo en el reducido circuito caraqueño, sino que están expandiendo sus horizontes y se van a tocar al interior. Ya los entrevistan en programas de radio y en el ocasional programa desabrido de las mañanas en alguna televisora nacional. Ahí es cuando nos empieza a hervir la sangre. Es entonces cuando un pequeño gremlin (o grinch, según la fuente que se cite), comienza a gruñir desde la boca de nuestro estómago y empezamos a hacerles la cruz. “Ya se putearon”, sentenciamos.

Se acabó nuestro pequeño secreto. Ya lo que era el tesoro de unos pocos, es el común de muchos. Ya no es nuestro. Pero no es tan sencillo como eso. Lo que pasa es que eso que creíamos que nos definía y nos diferenciaba, ahora define y diferencia a todos. Ahora todos somos iguales en eso que nos separa. Ya todos somos el mismo grupo. ¿Cómo puedo reconocer mi identidad de la de los demás, si compartimos la misma característica? “Se putearon”, sentenciamos, e intentamos dejarlos de lado, intentamos desentendernos.

Luego viene ese temido segundo disco y nuestras sospechas se cumplen. “No solo se putearon, se vendieron los muy cochinos”. La suciedad de las primeras grabaciones no está. Lo directo de sus letras desapareció. Incluso el cantante tuvo la osadía de tomar lecciones de canto y ahora su técnica vocal se ha hecho más depurada, lo que hace que el sonido sea más accesible a las masas. Nos molesta que ahora podamos entender con claridad lo que canta. Se perdió la esencia. Nos quedamos escuchando, en secreto, ese primer disco, ese primer EP, porque en sus entrañas yace lo que aún somos y que estos desalmados abandonaron.

El artista busca crear y reinventarse. El fanático espera que nunca cambie… pero que nunca se repita. Si el fanático escucha una canción muy parecida a otra, condena al autor. Pero si escucha una que se aleja mucho de “su estilo”, es excomulgado de su lista de favoritos. En una situación como esa, casi nunca hay ganadores. No se puede llegar a un punto en el que se complace a todo el mundo. Solo queda aceptar que los creadores quieren crear y eso supone movimiento. No se crea nada que ya ha sido hecho, eso es repetir.

El artista, por su condición de artista, debería tener toda la libertad de seguir su musa, su inspiración, su curso de trabajo. Cada creador debería poder decidir qué quiere hacer sin temor a los comentarios. Pero aquí vuelvo al comentario con el que iniciaba toda esta perorata: el artista solo crea la mitad de la obra; no hay arte sin el espectador. ¿Esto quiere decir entonces que el autor debe plegarse a lo que su espectador espera, sugiere o demanda? No exactamente. Siempre que creamos tenemos un público potencial en mente. Puede que para la siguiente creación de nuestra banda favorita, nosotros no seamos ese público ideal. Hay que vivir con eso. Hay que vivir con el hecho de que cada pieza de música, de literatura, de pintura, de cine, es una pieza única y que supone un paso en el camino creativo de aquellos a quienes admiramos. Supongo que deberíamos sospechar de aquellos que repiten una, dos y siete veces el mismo paso, pero tampoco podemos culparlos; han encontrado una fórmula que les funciona económicamente y en puntos de popularidad, su búsqueda es otra y debemos respetarles esa decisión. No sé si también deberíamos sospechar de aquellos que toman pasos demasiado alocados, como si no respetaran a quien espera sus obras; sin embargo, tienen todo su derecho.

Somos demasiado posesivos con los artistas y creo que ahí es donde estamos apuntando mal. Los artistas no nos pertenecen. Nos podemos hacer de sus obras y de algunas de sus obras en específico (no estamos obligados a adorar toda la obra de un artista), pero no podemos poseer a la persona. Si el hombre o mujer detrás de las obras de arte que nos mueven se constituye en una extensión de nuestra identidad, estamos poniendo algo muy importante en un contenedor muy frágil. Podemos admirar al compositor, pero no podemos pretender que haga lo que queramos que haga exactamente. No podemos pretender que se repita una y otra vez. No podemos pretender que su camino creativo se ciña a nuestras exigencias. Solo podemos hacer lo posible por disfrutar lo que nos gusta de aquello que ofrecen.

(Originalmente publicado en http://lagaleriadelrock.com)

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