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La utopía estudiantil…

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La utopía estudiantil…

Se escucha de lejos las carcajadas en los pasillos de concreto que poco a poco se llena de juventud caminando con un cuaderno en la mano, con un bolso llevando a cuesta su memoria histórica y, por supuesto, sus tareas. Se alcanza a descifrar los olores a café que salen de los cafetines. Jóvenes entrando a sus Facultades para aprender y enseñar, para conocer y desaparecer. Casi siempre a los profesores que caminan lentamente se les reconoce por el saco que usan, el anillo de grado que no se quitan desde que se graduaron hace 20 o 30 años. Viejos que pueden ganarse los insultos estudiantiles, las burlas cotidianas. Profesores que son llamados los »tumba birretes». Así se vive la Universidad, así es de adentro la UCV.

Entre tanto murmullo, entre tantos cigarros colgantes de estudiantes que apenas empiezan a descifrar la vida misma, se encuentra Braulio Romanov, hijo de inmigrantes rusos que escaparon de la dictadura de Stalin. Braulio había crecido en una familia muy inestable y casi nómada. Su padre Sergei Romanov fue el que tomó la decisión de girar hacia Sur América para salvar su inocencia revolucionaria.

Braulio era conocido dentro de la UCV como un revoltoso. Le gustaba gritar consignas con un parlante contra el sistema, contra la apatía, contra todo. Era un rebelde que nadie supo si tenía una causa específica, o si todo era un teatro intangible, innecesario. Era adicto a tres cosas: a leer, al alcohol y a la capucha. Su día a día comenzaba en el cafetín de Arquitectura. Se sentaba en una de las mesas alumbradas con el sol mañanero para poder leer uno de los libros. Pero este día no era regular para Braulio, hoy había marcha estudiantil por el presupuesto universitario, por la revolución a ciegas. Hoy su bolso no estaba lleno de libros como acostumbraba. Hoy su bolso estaba lleno de piedras, de bombas molotov y de vinagre para calmar la asfixia de las bombas lacrimógenas.

Termina su café y de leer la prensa que titula en primera plana »Estudiantes se movilizan hacia la casa de gobierno». Al instante en que se levanta de su silla llega inesperadamente su amiga, y su amante a la vez, la linda Patricia Bermud. Hija de burgueses canadienses. Ojos tan claros como su color de piel. Vestía un pantalón tan ajustado que provocaba la vista y el piropo de todos los transeúntes. Aunque suene descabellado, la relación entre Patricia y Braulio estaba impedida por los ideales que defendía cada uno. Ella, al contrario de Braulio, defendía las rosas, la paz, el amor conciliado entre burgueses y obreros. Fan empedernida de los Beatles y del LSD. Pero, aún así, Braulio la amaba con todos los soles. Se oía la presencia de Patricia porque siempre le exclamaba al pobre Braulio «¿Y mi beso?» y en esta ocasión no era la excepción:

«¿Y mi beso?» pregunta inquieta Patricia.

Patricia le coloca la mejilla -cuánto le encantaba los besos de Braulio- pero él se lo niega por estar leyendo las declaraciones del Director de la Policía: »No dejaremos que unos niñitos universitarios destruyan Caracas.»

«Eso lo veremos» pensó en voz alta Braulio.

«¿No pensarás ir a esa marcha, verdad?» preguntó Patricia, sabiendo ya la respuesta de su amado amigo.

«Por favor, no empieces con tus mariqueras pacifistas. No quiero discutir tan temprano» respondió Braulio rápidamente y sin disimulo.

Y con una réplica que jamás esperaría de su querida hippie burguesa, Patricia exclamó:

«Yo quiero ir».

Braulio la miró fijamente, sin parpadear de lo sorprendido que estaba por esa proposición.

«¿Segura que no te vas a cagar con las bombitas y con los pacos? Bueno, sí va»

En ese mismo lugar, a esa misma hora, ya los antimotines de la Policía se apostaban en la entrada Tamanaco de la UCV que da hacia Plaza Venezuela. Robots vestidos de hombres con armas largas desfilaban al ritmo de los sables. La oscuridad se apostaba con sus grandes camiones de miseria frente a la luz del universo de las ciencias, frente a la ilustre Universidad. Un silencio adornaba los movimientos impotentes de las maquinarias, esperando el combate.

Del otro lado, a pocos metros de la oscuridad, se oye llegando estudiantes con megáfonos a plaza el Rectorado de la UCV. Otros tantos con grandes telas en donde hacen hincapié de la Facultad de donde estudian: Humanidades presente; Farmacia presente; Ciencias presente… Todas se iban congregando debajo del reloj de la UCV que marcaba las 10 y punto de la mañana. El grupo de la Federación de Centros organiza a dónde deben ir las pancartas, los cantos que se inventaron para esa ocasión. Ya son más de mil estudiantes congregados, y se va escuchando poco a poco… «¡Viva la U, Viva la U, Viva la Universidad!».

Braulio y Patricia subieron desde la Facultad de Arquitectura hasta Plaza el Rectorado. El pequeño viaje estuvo impregnado de besos y caricias, de deseos y morbos que se cuentan uno al otro en la oreja. Conversaciones que no es digna de escucharse a viva voz por los ecos que retumban en los pasillos. Antes de llegar a la plaza, se sentaron en la grama de Tierra de nadie, espacio verde que se pierde entre los arbustos.

«Antes de que marchemos quiero que escuches muy bien lo que haremos. Si me pierdo usted se va a su casa» exclamó seriamente Braulio a Patricia.

Al llegar a la plaza, ya casi llena por unos tres mil estudiantes, Braulio y Patricia se encuentran con un chico de compostura flaca, con una barba que no se la quitaba desde hace meses y una boina azul, esas de las que se les recuerda a las generaciones pasadas, a las que uno quiere imitar, y hasta quiere mejorar. Aquel chico recibía el nombre de Domingo Salazar, merideño moribundo y adeco. Cuando llegó a Caracas para estudiar en la UCV se sentía un poco frustrado, quería estudiar en la Universidad en donde sus padres habían estudiado, en la Universidad de los Andes. «Qué más da» fue la primera frase que esputó Domingo al bajarse del autobús que lo llevó desde Mérida hacia la eterna capital. Domingo había conocido a Braulio en una de las reuniones de Centros de Estudiantes, aunque era adeco, estaba de acuerdo con muchas cosas que éste último vociferaba. Luego de un largo debate que tuvieron -no se sabe quién ganó- los dos se hicieron buenos amigos, compañeros codo a codo. Mientras uno gritaba consignas en contra de los policías, el otro lanzaba piedras. Mientras uno ayudaba a los asfixiados por los gases, otro repartía gasolina y botellas para las bombas caseras.

«Explícame, ¿viene la hippie?» fue la primera reacción que tuvo Salazar al ver que detrás de Braulio venía Patricia.

«¿¡Algún peo!?» exclamó Braulio. Y prosiguió: «No te preocupes, que ella se va en un rato»

Al fondo de la conversación se escuchaba el nuevo canto que había inventado Salazar «¡Hay que estudiar, hay que estudiar. El que no estudie a policía va a parar!». El ambiente estaba listo para despejar las dudas, para hacerle saber a los miedosos que es ahora o nunca. El ambiente era de estrés, picardía y distracción para unos tantos. Para otros era de valentía, demostrar quién tiene la razón, si la mayoría o las balas aturdidas de los robots. »Somos el poder» se lee en la fachada de la escuela de Comunicación Social. La marcha se mueve, los cantos se hacen más fuertes y hacen que las masas se unan en una sola vocación, en un solo espectáculo que desafía al sistema. Mientras todo eso sucede, la marcha ve por primera vez a su enemigo con sus tanquetas, con su arsenal. ¿Quién habrá decidido que los estudiantes y la policía se convirtieran en enemigos históricos? Tal vez no se trate de ser amigo-enemigo, sino de saber lo que defendemos cada uno, y demostrar a ultranza que daremos la vida por eso. No se pretende ser indispensable, se pretende tratar de cambiar el mundo.

Al llegar la marcha a la entrada Tamanaco de la UCV los estudiantes con sus boinas azules, sudados del intenso calor que Caracas desata, se agarran unos a otros para hacer una cadena humana. Nadie pasa esa cadena, pero tampoco dan un paso hacia atrás. Se quedan quietos, esperando que la policía haga algo contra ellos. Se escuchan los cantos repetidos para calmar la incertidumbre que deja una mirada entre un policía y un estudiante. Un grupo de estudiantes se acerca al cordón para mediar palabras, pero la respuesta es negativa. Se llevan detenidos -por pendejos- a los jóvenes, eso desata más la furia retenida de los protestantes.

«Hacia adelante» grita algún extraño, pero le hacen caso. Todos se mueven junto al paso apresurado. Ya se empiezan a ver la primeras caras cubiertas. Las banderas de la libertad se guardan momentáneamente para librar una batalla que muy pocas veces deja muertos, pero las deja. Las banderas se guardan para que no sean fastidiosas, para que el combatiente pueda levantarse a sí mismo sin ningún riesgo. Los mal llamado cobardes se refugian en la UCV, no quieren perderse ningún detalle del espectáculo. El imperio ataca, y sus balas son los gases que se dispersan por toda la entrada. Unos tratan de agarrar las bombas y devolverlas, quieren que los policías sepan que acá se resisten, que hace falta más que unos gases para frenar la avanzada de la revolución cultural, de los peligros que ellos representan para el status quo.

Braulio, junto con Patricia ven desde la entrada de la UCV cómo sus compañeros pelean contra las fuerzas represivas, cómo patean los gases y tratan de esquivar, con una suerte de mil demonios, las balas. Nos tiramos piedras a nosotros mismos, al futuro incierto y melancólico. Asfixiamos el futuro, porque nos avergonzamos de los que hoy somos, de lo que nunca fuimos. Asesinamos nuestras ganas de vivir, de querer. Entre ese desorden totalmente normal, Braulio y Patricia se pierden y se confunden el uno al otro. No saben qué hacer. Patricia le había prometido a Braulio irse de la universidad en caso de que estas cosas pasaran, pero sintió un cosquilleo, un sexto sentido que todas las mujeres tienen. Sentía miedo de lo que le pasara a Braulio, no quiere perderle para siempre y que nunca sepa que dentro de ella, en su barriga, se encuentra su próximo hijo. Una cabaña, unas copas de vino y uno que otro poema recitado fueron suficiente para que la noche y la lluvia dejaran de ser milagros del atardecer. Pensando todo esto, Patricia se decidió ir hacia adelante en busca de su amado.

Mientras todo esto sucedía, Braulio y Salazar se escondían en el piso de cemento, estaban acostados para esquivar el olor de los gases. Al no ver a Patricia a su lado, Braulio dio por entendido que ella se fue. Salazar soltó un comentario:

«La sifrinita no la soportó»

Entre tanto humo indescifrable, entre tanto estallido emocional, entre tanta euforia desmantelada en un solo lugar, Braulio logró ver cómo »la sifrinita» se iba asfixiando poco a poco, como si alguien la estuviera estrangulando pero ese alguien era el humo y los gritos impresos de los compañeros estudiantes tratando de huir. Estaba ahí, en el suelo y a pocos metros de la policía, de los grandes merecedores de insultos. No hay que gastar tanto tiempo insultando a un profesor porque te raspó en un examen cuando tienes al policía en la entrada de la universidad.

Braulio se abalanza, pues, para ayudar a su amada. Salió como una ráfaga, en busca de su querencia. Si no fuera por la ocasión bastante desastrosa al rededor, Braulio tal vez le hubiera pedido matrimonio, quién sabe. Lo que sí es cierto es que al llegar a la escena, ya Patricia estaba dormida pero Braulio se acercó ¡tiene pulso todavía! Agarra toda la fuerza de sus ancestros rusos y levanta a Patricia para cargarla hasta la grama de la Escuela de Comunicación. Corre como nunca, ya la grama se siente, se desvela por tu llegada. Pero algo ocurrió, algo sucede en el estómago de Braulio Romanov ¿De dónde sale tanta sangre? Todo empieza a tambalearse o, mejor dicho, él empieza a tambalear al mundo con su presencia inocente hacia la muerte. Patricia cae desmesuradamente en la grama, se le cae a Braulio que empieza a ver borroso. No es un perdigón, ni un rasguño, mucho menos una bomba lacrimógena. Sí, una bala se incrustó en su estómago. Sale tanta sangre que alimenta las plantas con chorro inaudito. Las personas hacen un circulo al rededor de Patricia y de Braulio, para ver cómo éste último vivía su agonía pulsante, su inesperada partida.!

Domingo Salazar se acerca a la escena. Llora desconsolado: «¡Hijos de puta, los mataron!» Se acerca a Braulio, sigue con vida momentáneamente: «No me ayudes a mí, güevón. Ayúdala a ella» grita Braulio. Salazar  se acerca a Patricia, se da cuenta que sigue viva. Saca de su mochila vinagre, lo moja en un paño y se lo pasa por la nariz de la hippie enamoradiza. Despierta, coño, despierta. Lo hace, pero lo primero que ve es a Braulio casi anonadado, casi sin vida. Desconsolada Patricia se acerca a Braulio, lo mira fijamente, y antes de que ella pudiera decir algo, Braulio abre la boca con toda la fuerza que le queda, sonríe y exclama sus últimas palabras:

«¿Y mi beso?»

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