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¿Los pobres se ríen? – pregunta a los cristianos

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¿Los pobres se ríen? – pregunta a los cristianos

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Suele presentarse a Jesús compasivo como uno que sufre con los que sufren, pero al mismo tiempo no parece alegrarse con los que se alegran. «La verdadera historia de la humanidad es la historia del sufrimiento» dice Albert Nolan en «Jesús antes del Cristianismo». De acuerdo, pero ¿sólo la historia del sufrimiento? ¿No es también historia de alegrías, de comida compartida? ¿Dónde queda el juego de los niños, la risa de los adolescentes, la complicidad de los adultos, la mirada comprensiva y sonriente de los mayores?.

¿Los pobres se ríen? ¿o son sólo un número en una clase social? ¿un grupo homogéneo que la Iglesia asiste? En nuestros lugares de acogida y solidaridad se conoce las historias de cada persona, y se les quiere con dedicación. Se comparten las risas. Pero el discurso que hacemos parece indicar que lo que importa es que sufren, y que la alegría será lograda al final, no conjugada en presente. Esto del amor no da lugar a la risa en medio de tanto sufrimiento. En 1999 Venezuela sufrió la llamada «tragedia de Vargas»: un gran deslave en el que muchas casas fueron sepultadas, hasta llegar a formar costa nueva. Fue una manifestación terrible de la fuerza de la naturaleza, y una consecuencia mortal de nuestra falta de previsión, que costó vidas y sufrimiento. Un grupo de voluntarios estábamos en un campo de fútbol clasificando ropa usada. Había un hombre joven, mayor que nosotros, muy fuerte, que trabajaba el doble de rápido que los demás. Mientras, iba contando chistes y haciendo bromas sin parar. Nos dieron de comer y el hombre también se sentó. Nos confesó que el también había perdido su casa, que su familia estaba en los vestuarios del campo, pero que él no podía estar allí encerrado. Prefería trabajar. Resultó ser un obrero de la construcción, un paleta, que en las barriadas venezolanas son una gran institución, porque esa gente hace casas para sí y para otros. Su barrio comenzó a llenarse de lodo y decidieron abandonar la casa, pero no podían salir por el frente. Gracias a Dios, decía el hombre, no había terminado aún la placa de hormigón del techo. Levantó las láminas metálicas, y por allí sacó a su mujer y a sus dos hijos. Justo cuando le tocó a nuestro bufón devenido en héroe el turno de salir, pasó un trozo de roca inmenso que tuvo que esquivar. Allí estaba, en medio de nosotros, llorando y riéndose al mismo tiempo, abriendo los brazos indicando el tamaño de la roca, y cómo tuvo que saltar para que no lo golpeara de regreso hacia la casa. Se puede reír y llorar, que es bastante más que reír para no llorar.

No se trata tampoco de pecar de inocentes frente a la alegría banal o que aliena, pero no juzgar rápidamente como superficial lo que puede ser una manifestación del Señor, que siempre va adelante, a Galilea, que es lugar de la prédica, de dormir a la intemperie, y de los amigos. Todas esas cosas se parecen al Reino. La alegría a la que me refiero no es la de un estado de embriaguez, o quizás sí: es una embriaguez persistente, de fondo, lúcida, que no se borra a la mañana siguiente sino que marca la memoria, como aquel que encontró la perla en el campo y vendió todo lo que tenía por ella. Es la embriaguez de la que eran acusados los apóstoles aquella mañana de Pentecostés en que todos los entendían, más allá de las lenguas e incluso de las clases sociales.

Con el tema de la alegría corremos el riesgo de caer en una postura parecida a la que tenía la Iglesia sobre el sexo hace un tiempo: es sólo con fines procreativos. La relación con los pobres: es sólo con el fin de aliviar el sufrimiento. Nos volvemos cansinos, grises. De hecho, en mi opinión, el activismo ético o solidario comienzan a ser percibido con aburrimiento. «¿Hasta cuando vas a colgar en Facebook fotos de perritos abandonados?» -se queja alguno. «Ya viene este otra vez, dale que te pego con el tema de los pobres. Hombre, cuéntame un poco de ti».

Curiosamente, cuando hablan los que están trabajando en primera línea, al relatar anécdotas, hay muchísimos momentos de alegría, de encuentro. Al ver a la gente saludarse, el brillo en los ojos de volverse a ver, se nota que el día a día es compartirlo todo. Pero muchas veces el relato y la teología que hacemos no honra adecuadamente todo lo que nos pasa, y entonces nombramos con un énfasis que oscurece. Tuve el placer de escuchar a una persona que desde hace años trabaja con gente sin techo. Decía que lo más importante era la compasión y la escucha, estar con el otro incondicionalmente. El modo de describirlo era en ese lenguaje con el sabor social al que estamos acostumbrados en los ambientes eclesiales más cerca de los pobres. Parecía que se estaba con el otro para compartir sobre todo sus penas. Pero en medio del relato se colaban cosas de otra índole. Le envió un mensaje de texto a un sin techo inmigrante, preguntando como estaba, y éste respondió diciendo al final: «ya no estoy sólo». Esa pequeña chispa de alegría sucede en un encuentro marcado por el sufrimiento, pero esa chispa es valiosa en sí misma. Dios nos ama, y no sólo porque sufrimos.

Este tema es antiguo en el cristianismo. En los relatos evangélicos, Jesús con frecuencia aparece más seco, porque pretendían transmitir la fe, sin entrar en detalles que podrían considerarse accesorios. ¿Qué es más esencial, un idea como un roble en medio del campo, o el pasto que crece alrededor, con pequeñas flores, e insectos de colores, caminando en forma curiosa, teniendo pequeños accidentes en su afán por comer y moverse? Parecería que lo esencial es la cruz, y lo demás son anécdotas sin importancia. Con ello corremos el riesgo de cargarnos la encarnación: reducir la vida de Jesús a cosas extraordinarias que nos quedan muy lejos, y por tanto no poder identificarnos con él. A veces la poesía y la mística se han aventurado más en esta dirección, pero se miran con sospecha desde los ambientes con mayor énfasis social. «A veces recuerdo con nostalgia el olor de esa carpintería» escribe Jorge Luis Borges al final de su poema «Juan 1, 14», cuyo título corresponde justamente al texto «el Verbo de Dios se hizo carne, y habitó entre nosotros». ¿Qué es la carne? ¿Una organización de la materia destinada a sufrir hasta la redención? La carne es la materia animada por el fuego del Espíritu. Es la lagartija que sale por la mañana, muy alerta, a calentarse al sol, a pesar de que se juega la vida ante los depredadores. Son los cachorros de mamífero jugando, a pesar de que ese día podría ser el último. Es la pareja, que en medio de lo duro que lo están pasando, sacan un momento en la mañana para reírse de algo que les pasó ayer, besarse en medio de la risa, y hacerse una sola carne, gozosa, que por un momento adelanta el final de los tiempos en que veremos a Dios cara a cara. Y es que ese encuentro, además de la pequeña muerte, es también la pequeña vida definitiva.

Vale decir que el resucitado es el crucificado, y que el crucificado es el que pasó haciendo el bien, el compañero de lucha, pero a veces se nos olvida que al compañero también lo acusaban de glotón (Mt 11, 19). No sólo de comer con publicanos y prostitutas, que ya vale. Sino específicamente de disfrutar de la mesa, en sí misma, en vez de ayunar. A Jesús al despedirse no se le ocurrió más que lavar los pies de sus amigos, y compartir con ellos pan y vino. Algunas imágenes para referirse al Reino de Dios son de simple alegría, como la moneda encontrada, con su posterior fiesta; la oveja perdida y encontrada. Algunas de esas imágenes son además de una exageración que te hace sonreír: ¿realmente vas a dejar a las 99 ovejas atrás?, ¿estás loco?. Podríamos calificar de humor negro el relato del rico que al tener una cosecha exitosa decide echar sus graneros abajo y duplicar su capacidad, para ese día acabar muriendo. O el relato del tonto que hizo la casa sobre la arena, o de Zaqueo corrió y se montó en el árbol. ¿Los ricos corren para montarse en un sitio a mirar? El footing está de moda, pero eso es otra cosa. Casi uno puede mirar los ojos de Jesús, sonriendo, con el rostro arrugado por el sol de tanto ir de pueblo en pueblo, que le dice: «Hey, bájate de ahí e invítame a comer».

Sin querer, apagamos a Jesús. Tenemos muchas veces el rostro arrugado del hijo mayor que se niega a entrar en la fiesta: ha vuelto uno que se ha gastado el dinero que podría haberse usado en ayudar a los pobres, dinero que se ha derramado en perfumes, y otras exageraciones que hacemos las personas, como las que abundan en la naturaleza. Yendo más allá, a veces me pregunto si esta es parte de la razón por la que la teología de la liberación nunca llegó a ser popular, en el sentido numérico, entre los pobres en Latinoamérica. No fue porque seamos precisamente reacios a las ideas y posturas nuevas. Nos encantan. Tampoco es solamente porque nos hayan lavado el cerebro los aparatos que incentivan el consumo. Decir eso, aisladamente, sería un insulto a nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad.

¿Cuánto tiempo pasó hasta que extendimos el Ver/Juzgar/Actuar con Celebrar? Me pregunto más, ¿por qué la celebración va al final? ¿Cómo es que la gente se reúne a Ver? ¿Qué les lleva hasta allí? Yendo aún más lejos, una vez que alcancemos la justicia y la liberación, ¿nos moriremos del aburrimiento contemplando a Dios por toda la eternidad? Si una semana logramos una pequeña victoria, la celebramos. ¿Qué hacemos si tenemos una pequeña derrota?. Toca desarrollar la sensibilidad -el olfato- para celebrar, para agradecer, de modo que en los momentos en que todo parece ser tristeza, podamos abrir la ventana. A veces el Espíritu está oculto por una simple capa de polvo.

El Papa Francisco ha invitado a los cristianos a ser alegres, especialmente en su reciente documento La Alegría del Evangelio, y en esa línea voy en este texto, pero quizás se podría precisar un poco más. ¿Qué significa ese llamado a la alegría en el trabajo pastoral y en el trabajo solidario? Es posible que también sea necesario hacer teología al respecto. ¿Tienen la alegría y la chispa creativa importancia teológica de primera como, por ejemplo, el sufrimiento o las lágrimas? Cuando decimos celebración, casi siempre nos referimos a liturgia, como si el cosmos mismo no fuera una fiesta exuberante, una exageración del creador. Los salmos y los místicos hablan del universo y de como canta la gloria de Dios pero, ¿qué lugar tiene eso en nuestra manera de presentar la fe, de entender desde la fe la experiencia de los oprimidos? Sospecho que el lugar secundario que ocupa la alegría tiene que ver con nuestra poca comprensión del Espíritu Santo, quien nos da la vida, condujo a Jesús al desierto, le animó a decir parábolas y a hacer signos, a decir frases ocurrentes, y le acompañó siempre, hasta la cruz. Es el que lo resucitó de entre los muertos, porque la vida, esa que es alegre y potente, triunfa sobre el mal y la tristeza.

Si -citando al Papa Francisco- la Iglesia debe ser un «hospital de campaña», tal vez debe ser también un grupo de música callejera, un grupo de payasos itinerantes. Sino es como un enfermo que se enamora de la enfermera que lo atiende en su dolor. ¿Sobrevivirá esa relación cuando venga la salud? Volviendo el evangelio, podríamos preguntarnos porque se fue el hijo pródigo de la casa del Padre. Suele hablarse en ese punto de libertinaje, de egoísmo, de concupiscencia. ¿Qué tal si estaba aburrido, es decir, que aquello que allí se hacía no le tocaba el corazón ni el ánimo? De lo poco que se sabe de la casa del Padre en ese relato es que era un lugar de trabajo: había jornaleros y el hermano mayor trabajaba. Quizás el hermano menor no se hallaba en esas tareas, también porque aprendió a hacerlas al lado de su hermano mayor. Ya de regreso, tras haberse acordado que los que trabajan con el Padre están felices, tras ese abrazo donde sobraron las palabras, vino la fiesta. En esa fiesta alguien contaría un chiste sobre estar más cansado que oveja yendo a por agua, con lo cual el Padre y el menor cruzaron miradas: «¿qué tal si me ocupo por ahora de acondicionar el otro espacio para que las ovejas estén mejor?». El Padre le pasa el brazo por el hombro y le dice: «me parece buena idea hijo, ya me irás contando». El brillo de lo nuevo brillaba en los ojos de ambos.

Hacer un discurso apropiado de la alegría y de la risa contribuirá a recoger toda la sensibilidad de los pobres, no sólo su sufrimiento. Dios aparece así no como uno que sólo sonríe, ni uno que sólo me asiste, sino como uno que está conmigo siempre. El Dios de Jesús es también el Dios de la Fiesta. La urgencia es también por una experiencia más amplia de Dios, que no sólo nos saca de Egipto, sino que nos va llevando a una tierra que mana leche y miel. ¿Tienen presente a Dios los que van mejorando sus vidas y salen de la miseria? No estoy preguntando si se acuerdan, porque quizás lo hacen, como quien se acuerda del verano pasado, hasta que llega el siguiente. Es urgente para la vivencia de la fe en países en desarrollo que tengamos una mirada global sobre Dios que se pone a nuestro lado para luchar por la justicia, y para celebrar nuestra alegría, la cotidiana y la del Reino consumado. Las víctimas no son sujetos pasivos ni unidimensionales. Latinoamérica, reserva numérica de la iglesia católica, celebra su fe, es así siempre. África, lugar de tanta lucha y autenticidad, hace otro tanto. Pero ¿recoge la Iglesia dichos tesoros?. ¿Canonizaremos algún día a algún cantante humorista que con sus letras y su música nos hizo ver sonrientes otra dirección posible?. Este discurso es además un servicio urgente para nuestros compañeros en el mundo de la solidaridad. Todos servimos con nuestras razones o la ausencia de ellas. Pero estamos llamados no sólo a trabajar codo a codo, sino a alegrarnos unos a otros; a descubrir los destellos de luz donde a veces se ven sólo sombras.

Se trata de recoger -consumar- cada rasgo de la sensibilidad humana. Que no quede interioridad, exterioridad, gusto, disfrute, sufrimiento, extrañeza, sorpresa, fuera del corazón de Dios. Que anunciemos al Padre que cuida con ternura y disfruta cada detalle nuestro, al Espíritu que nos llena de latidos, de chispa, de sudor y de ideas, y al Hijo que mira sonriente, ese que conoce la brisa mañanera de Galilea, quién quizás recuerda de una vez en que, volviendo de orar en la colina de siempre, se resbaló cayendo en un gran charco, y unos niños se acercaron a reírse mientras se levantaba, y los salpico de barro él también, y rieron hasta que les dolió el estómago. Fueron de nuevo hombres de barro, como Adán y Eva, los primeros que animados por el Espíritu rieron sobre la faz de la tierra.

Apareció primero en Rayas y Palabras.

Foto Creative Commons por World Bank.

 

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