Inicio Arte Narrativa Mi vida, a través de los perros (LXVIII)

Mi vida, a través de los perros (LXVIII)

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En febrero del año siguiente salió el divorcio. Ya era oficial. Helga y yo no teníamos otro vínculo en común que nuestra hija, a la cual no había vuelto a ver desde mi viaje a pesar de las promesas que le hiciera. Manteníamos contacto a través de los medios virtuales, pero era un triste paliativo. Me conformaba con conversar de vez en cuando con ella a través de Messenger, y ver las fotografías que me enviaba. Observaba con tristeza que cada día estaba más grande, y yo no participaba de manera alguna en ese crecimiento. Pensé en organizar otra visita, pero las cosas en el campo económico distaban mucho de estar boyantes y me encontraba sumamente preocupado por ese aspecto. Fiel a mi postura inicial, transformé el producto de la venta de mi casa en dólares y le transferí la mitad a Helga. Al cambio resultaba bastante poco, pero podría ayudar en la educación de Aurora.

Helga estaba dispuesta a olvidarme por completo, tanto así que más nunca tuve correspondencia directa con ella. Lo poco que sabía me llegaba por vías indirectas. Conocí que estaba comenzando una relación seria con su representante artístico, y eso me entristeció hasta hacerme sentir como un coleto. Y empecé a reconsiderar mi vida a partir de ese punto: tendría que reanudar mi vida social, y en lo posible conseguir una pareja. Ya el celibato al que me había entregado desde la partida de mi familia me comenzaba a pesar, y por otro lado no le debía fidelidad alguna a Helga.

Con eso en mente traté de revivir los esplendores pasados de mi librería. Todavía conservaba algunos teléfonos de gente del medio literario, por lo que no me fue difícil organizar varios bautizos de libros de autores emergentes, eventos que terminaron siendo un fiasco económico pero me permitieron tener algo de roce con personas nuevas en mi vida. Como no tenía ningún lugar al que ir después de cerrar, empezó a ser común que organizara reuniones improvisadas, allí entre libros y discos. No fue para nada difícil: la gente en ese medio anida en donde se le permita, sobre todo si hay suficiente bebida y posibilidades de relacionarse con alguien importante, por lo que conocí a gente por montones, y llegué a ser considerado un mecenas, una especie de patrocinante de la noche cultural de la ciudad. Sin embargo no logré interesarme por nadie, y nadie lo hizo por mí. Creo que en fondo yo mismo estaba saboteando cualquier intento de acercamiento. Todavía estaba enamorado de Helga, era evidente, y sacármela de la cabeza iba a ser muy difícil. En mi desesperación jugué una carta muy arriesgada: llamé a Margarita, le conté los últimos acontecimientos, el divorcio y eso, y por último  le pregunté por Lucía. Fue una estúpida decisión: se presentó en la tienda hecha una furia, me arrastró a una tasca cercana y estuvo sermoneándome durante un largo rato.

-Ahora mismo me vas aclarando qué es lo que quieres de Lucía, Tomás.

-¿Tú sigues en contacto con ella? Quiero hablarle, más nada.

-Más nada. Qué mal mentiroso eres. Acaba de salir tu divorcio y así, de repente, te entran ganas de hablar con la novia que tuviste antes de casarte. Me viste la cara de idiota, no puedo pensar otra cosa.

-Ahora estoy soltero de nuevo, y quiero saber si ella está sola en estos momentos.

-Te volviste loco, ¿verdad? ¿No recuerdas lo desastrosa que fue su relación? Casi termina en suicidio.

-Sí, pero…

-Pero nada, Tomás. Entiendo que estés desesperado en tu soledad, pero esta es la peor idea que se te pudo ocurrir. Es demasiado egoísta de tu parte, si me permites la franqueza.

-¿No sería mejor que eso lo decidiera ella?

-¿Ella? Ella es demasiado frágil y en estos momentos está más necesitada que tú.

-Bueno, tal vez lo que le puedo ofrecer le permita recuperarse.

-No, Tomás. Si tu motivación fuese otra, si tu situación fuese otra, sería la primera en celebrar que ustedes volvieran. Pero tú no estás siendo honesto, la estás buscando para paliar de momento tu propia soledad, y de seguro cuando consigas a otra la abandonarás sin pensarlo dos veces.

-Vaya, sí que estás siendo dura conmigo. No pareces amiga mía.

-No seas tan injusto. Sí soy amiga tuya, pero también lo soy de Lucía, y quiero protegerla.

-Y pensar que un día quisiste que estuviéramos juntos. Todavía recuerdo tus palabras: » Ustedes dos son de cierta manera parecidos, dos seres que necesitan sanación».

-En ese momento pensaba que los dos podían ayudarse el uno al otro, pero no fue así. Cometí un error de juicio, del cual no he podido arrepentirme lo suficiente hasta el día de hoy. Y, por otra parte, tú mismo me contaste lo miserable que fue tu vida mientras estuviste con ella.

Traté de replicarle pero era cierto: si lo pensaba, mis momentos de felicidad al lado de Lucía fueron escasos, en comparación con los malos ratos que me hizo pasar. Margarita tenía toda la razón, una vez más. Se la di y traté de llevar la conversación por otros derroteros, y terminó siendo una velada algo extraña: pedimos comida, unas botellas de vino, comenzamos a hablar de las cosas que habíamos vivido juntos,  nos pusimos nostálgicos y sentimentales, tomamos más de la cuenta, nos besamos y terminamos la noche durmiendo juntos, en mi cuarto de la trastienda. Desperté con un enorme dolor de cabeza, y al ver a Margarita dormida, a mi lado, no pude dejar de pensar que la vida no avanza sino que se mueve en círculos. Estaba en donde había estado unos 30 años antes, ni más ni menos.

Margarita despertó como si nada. Me estampó un sonoro beso en la mejilla, preguntó por el café y se dirigió al baño. No conversamos en lo absoluto sobre lo ocurrido la noche anterior; solo se aseó, se vistió, tomó el café que le preparé y se despidió de mí y de Caruso, quien también había dormido con nosotros, al pie de la cama.

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