Mi vida, a través de los perros (LXV)

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La semana que había dispuesto para el viaje pasó a velocidad vertiginosa. Helga me permitió pernoctar en su casa, lo que me dio más tiempo para estar con mi hija. Me acondicionó la salita con un jergón y allí dormía, lejos de los cuartos de ellas que estaban en el piso de arriba. Era muy extraño para mí estar bajo el mismo techo con mi esposa y no tener intimidad alguna con ella, pero creo que ambos nos cerramos de entrada esa posibilidad, y nos mantuvimos al margen, mostrando una cortesía fría y de alguna manera falsa. De todas maneras, en las horas en las cuales no podía estar con Aurora por corresponder con sus obligaciones escolares, yo procuraba desaparecer de la vista de Helga, dando largos paseos por los alrededores o sentándome en un rincón alejado del pequeño jardín a leer, acompañado por el perro que se echaba a mi lado como vigilándome. A veces podía intuir que ella me miraba por la ventana, pero al girar mi cabeza hacia allá desaparecía. A veces ella salía de la casa durante varias horas sin darme ninguna explicación, explicación que tampoco yo pretendía.Ya no tenía la menor injerencia en sus asuntos, y eso era inevitable e irreversible. Ella había decidido rehacer su vida y yo no entraba en ninguno de sus planes, salvo como padre distante de Aurora.

Cuando la niña regresaba del colegio nos sentábamos los tres a comer juntos, y la conversación giraba alrededor de ella, por lo general. A veces alguna pronunciaba una frase en su nuevo idioma, y yo me quedaba como excluido pues no entendía nada. Cuando se daban cuenta soltaban una risotada de complicidad y me traducían lo que habían dicho. Fue así como poco a poco fui aprendiendo algunas palabras sencillas, de esas que se usan en el día a día. Pero está claro que una semana es muy poco tiempo para aprender un idioma, y no logré mayores avances.

Se iba acercando el momento de la despedida y comenzábamos a ponernos tristes, pero le prometí a Aurora que trataría de visitarla más a menudo. El último regalo que le di fue un computador personal que había comprado unos días antes, en una gran tienda de artículos electrónicos de la ciudad.

-Con este aparato vamos a poder estar comunicados, Aurora. Me podrás enviar fotografías y cartas por el correo electrónico, y hasta vamos a poder hablar con un programa que se llama Messenger.

-Pero yo no sé usarlo, papá… eso se ve muy complicado.

-Vas a ver que es muy fácil, cuando te acostumbres.

Yo hablaba con una seguridad que no se correspondía con la realidad. Lo único que sabía de computadoras me lo habían enseñado los muchachos de la tienda, quienes sí estaban al día con la tecnología y me habían mencionado esas posibilidades. Yo repetía cual lorito, pero en la práctica ni siquiera pude instalar el aparato; para ello tuvimos que recurrir a los buenos oficios de un vecino que tenía nociones al respecto. Helga no estaba muy contenta con esa compra, pero no interfirió. Se limitó a preguntar si iba a ser muy caro el servicio de internet, pero el vecino la tranquilizó diciendo que habían unos planes básicos bastante asequibles.

Siete días justos después de mi llegada estaba repitiendo la travesía pero al revés. Me iba tranquilo, en lo que cabía, pues había logrado en parte mis objetivos de acercarme de alguna manera a mi hija, y constaté que estaba en una situación muy favorable. Pude descansar algo en el avión, y el viaje no se mi hizo demasiado largo.

Al llegar a la ciudad en el taxi que me transportaba a mi casa pude ver algo que me llamó bastante la atención. Estábamos en año electoral, y la candidatura que iba puntuando era la de una ex reina de belleza, toda una revelación en la política y algo muy fuera de lo común para los estándares de nuestra pacata sociedad. Era normal ver a personas repartiendo volantes en la calle, promocionando a alguno de los candidatos, pero los que tenía en frente portaban unas boinas rojas, símbolo que identificaba a los partidarios del candidato que había protagonizado un intento de golpe de estado seis años atrás y después de haber gozado de un beneficio presidencial, que decretó el sobreseimiento de su causa, pudo incursionar en la política. No comenté nada, pero los contemplé con cierta conmiseración,pensando para mis adentros que el individuo en cuestión no tenía el menor chance de ganar esos comicios. No podía estar más equivocado.

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