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Bogart nunca vivió en Caracas (o por qué Leonardo decidió no llorar).

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Bogart nunca vivió en Caracas (o por qué Leonardo decidió no llorar).

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para Daniel Pratt, my own private gurú.


para Andrea Quero y Daniela Jaimes-Borges, por calarse tanto poema malo.

Leonardo se fue a su casa a llorar el día en que Diana lo rechazó, con el tiempo había aprendido a llorar en su casa y no a vista de otros. Le tomó algunas humillaciones adquirir ese talento, esa capacidad para posponer el dolor. La última vez que lloró en público fue tan patética que comprendió que el dolor debe llevarse a un lugar seguro, donde no haya público y el escarnio sea sólo frente a la conciencia, que casi siempre se materializa: es un ratón gigante y antropomórfico, se parece a Mickey cuando camina hacia ti, pero de cerca es grisáceo como todos los ratones, y nunca sonríe, sólo se queda ahí, sentado en la silla de tu computadora, escrutándote con la mirada y mostrando los incisivos superiores, como una sonrisa, sí, pero una que se asemeja más a la de Gene Hackman antes de latigar a Morgan Freeman, que a la del ratón de la Disney cuando vive una de sus aventuras.

Leonardo abrazó a Diana a las puertas del restorán, asintió al susurro que dejó en su oreja. Su muñeca de pelo liso se atrevió a decirle, muy queda: «no te me alejes». Y luego sonrió, mirándolo con una lástima muy familiar. Leonardo había visto tantas veces esa mirada en los ojos de sus amores imposibles, que le dio pena haber caído de nuevo. Cruzó la pasarela y desdeñó con un gesto la parada de autobuses, que a esa hora estaba repleta de liceístas y trabajadores saliendo del centro comercial. Calculó que llegaría caminando en unos veinte minutos si apuraba el paso y se fue veloz a su encuentro con el roedor, que ya debía estar en casa, sirviéndose un ron y encendiendo el primer cigarro de la larga noche que les esperaba.

Llegó a casa, le dio un beso en la frente a su vieja, que estaba en la mecedora leyendo la última edición de la revista Atalaya. Vio en la mesa un ejemplar de Despertad, que descansaba en medio de dos circulitos húmedos, algunos terrones de azúcar derramada y un plato con una tungita a medio comer. Supo que Esperanza había estado en casa. En algún momento se molestaba por la presencia de la predicadora, hasta que luego de varias discusiones con la vieja había comprendido que su mamá tenía todo el derecho de dedicar los últimos años de su vida a buscar a Dios y preocuparse por la inminencia del fin del mundo. La esperanza y el apocalipsis era lo único que le quedaba a esa envejecida maestra de escuela, de espalda torcida, mirada resignada y ya medio sorda de tanto escuchar a niños gritones y altaneros.

«Voy a trabajar mamá», mintió, «tengo vainas pendientes, por favor no me molestes. Yo me hago la cena cuando tenga hambre». Leonardo cerró la puerta y lo último que entró al cuarto, junto con la ráfaga de aire cortante, fue la bendición de su mamá, ni los testigos de jehová podían quitarle esa costumbre de bendecirlo a cada rato. Se sentó al borde de la cama, se sacó los converse verdes y pensó que un treintón con zapatos juveniles se veía ridículo a menos que fuera Pharrell. Tomó la laptop, la abrió y la encendió. Inició el reproductor de música y ejecutó la cursilería habitual. Activó la opción para crear una nueva lista de reproducción y comenzó a examinar en su descomunal archivo de música qué canciones definían a Diana. Apenas agregó tres, el roedor hizo un sonido. Leonardo alzó la vista y lo vio de pie, saliendo del closet. El ratón llevaba varios tragos, pero la botella reposaba intacta sobre el gavetero, porque mira que los lugares comunes se rascan sin beberse tu alcohol.

El ratón se sentó a su lado, esa tarde estaba menos arrogante. En otras ocasiones lo encontraba altanero, señalándolo con sus patas delanteras, como un niño burlón apuntando al objeto de su chanza. Pero esa tarde estaba tranquilo, lo dejaba hacer su lista de reproducción sin juzgarlo, jugueteaba con su cola, y a veces volteaba a mirarlo con algo que se parecía al cariño. Incluso asintió cuando lanzó dos temas del primer disco de El Nigga Sibilino a la lista que sonaría. Había ocurrido eso también: desde el anterior rechazo que había sufrido, Leonardo había descubierto que los despechos ya no sólo sonaban a balada inteligente y a rock autodestructivo. Ahora sus melancolías se permitían una salsa, un rap, un merengue, una cancioncita pop de esas que avergüenzan a los veinte y conmueven a los treinta por la misma razón: la simplicidad emocional de su poesía predecible.

Luego de cargar otros temas, Leonardo habló:

– Di algo coñoetumadre. No me mires así.

– ¿Qué quieres que te diga? Yo no soy un sabio.

– Me siento mal. Estoy triste. Me voy a poner a llorar.

– Ya sé, pero pon las canciones en otro orden.

– ¿A quién pongo primero?

– La de los mariquitos mexicanos esos, la que más te recuerda a ella. Ciérrala con otras vainas. Pon al Nigga de último, o a Colón, o a Marta Sánchez. ¡No cierres con Alice in Chains!

– Ok.

Leonardo no conectó las cornetas, dejó que el sonido interno de la laptop inundara el cuarto, con calma y a volumen medio, ya no hacía falta poner música a toda mecha. Sonó el primer tema de Camila y se paró a servirse un ron, usó el vasito de plástico que le obsequió la promotora en la licorería la semana anterior, cuando violó su regla de oro y accedió a comprar otra marca. Se había arrepentido al llegar a casa, cuando probó con calma ese ron cubano cuyo nombre evocaba el apellido del dictador de la isla. Tomó la botella y la puso al lado de la cama, sobre el suelo. Se abrió la camisa, le dio un sorbo al trago, se sacó la correa, sorbió de nuevo, se abrió el pantalón hasta dejar la liga del interior visible y se acabó de un jalón el fondo que había en el vaso. Puso el vaso vacío junto a la botella, agarró el cenicero sobre el escritorio y lo puso junto al vaso. Se tiró en la cama de un brinquito, haciendo rebotar su cuerpo sobre el colchón.

Le dijo al roedor:

– Se fue con él, con el becerro de Julián.

– Ajá, ¿y?

– Me gustaría ir a partirle la cara a coñazos. Quiero reventarle la madre.

– Sí, claro. ¡Tú! De bolas. Prepárate pues.

– Sí marico, te entiendo. Yo sé que soy el rey de los güevones, pero no sé. Una vez me contaron un cuento que me encantó.

– Ajá.

– Sí, fíjate: en una escuela estaban todos los personajes habituales, y entre ellos los dos de siempre, el matoncito y el nerd, el gallo, mejor, porque la vaina fue aquí en Venezuela.

– Ok –dijo el ratón, mientras le quitaba un cigarro a Leonardo y lo encendía con un yesquero imaginario.

– Entonces en sexto grado, luego de años de ser jodido por el matoncito, el gallo se enamoró de la niña más linda del salón. Una tarde, en el recreo, le escribió una nota y se la mandó con su mejor amigo. Mientras ella la leía, el matoncito se la quitó y salió corriendo. Luego del recreo, aprovechando que la maestra dejó el salón solo durante unos minutos, el matoncito leyó la nota frente a todos los niños. El gallo escuchó y se avergonzó, trató de esconder su cara en el cuaderno; pero luego, movido por una fuerza que le salió del fondo del alma, se paró y confrontó al matoncito. Para sorpresa de toda la clase, para honor de la niña más linda del salón, le zampó una trompada que le volteó la boca y lo mandó contra el suelo. El matoncito, humillado en el piso, sorprendido más por la fuerza del gallo que por el dolor del golpe, apenas y si pudo reaccionar cuando el gallo se le lanzó encima y lo golpeó muchas veces. Sólo cuando la maestra volvió e intervino en la escena, el gallo soltó al matoncito, a quien había reventado la cara y, sobre todo, le había dado la lección de su vida.

– Claro. Y después le dio un beso a la niña, ¿no? Y creció y se convirtió en el chico más guapo del liceo, botó a esa carajita, tuvo todos los culos y al ser adulto se casó con… ¿Norkis Batista?

– Sí, sé que es mentira. Pero déjame creer en eso.

– ¿Para qué? Ni que esta mierda fuera un cuento de Junot Díaz. Los gallos no triunfan pana. Deja de esperar que la vida venga a darte lo que te mereces, porque no te mereces un carajo, mariquito de mierda.

– Porque sí, porque quiero ir a caerle a coñazos a ese relambecuca.

– Diría Bogart: ¿Para qué le vas a romper la cara, si ella le va a romper el corazón?

– Marico.

– Ok, te lo pongo así: ¿Él vive en Caracas, no?

– Sí.

– Bueno, entonces deja que ella se encargue. Cuando quieras vengarte del hombre que se está cogiendo al amor de tu vida, déjalo viviendo en Caracas, ella se vengará por ti.

– Bogart nunca vivió en Caracas.

– Pero camina por sus calles todos los días.

– ¡Qué pavoso, marico!

Y Leonardo se quedó en silencio. El ratón empezó a beber directo de la botella. Leonardo miró el techó y empezó a pensar en sus anteriores fracasos, en todas las mujeres que lo habían rechazado, en cómo ahorita Diana estaría con el güevo de Julián metido hasta la garganta, mientras Julián seguro le halaba los alisados cabellos y le decía vainas básicas, esas que se dicen en el trance del sexo, porque no hay originalidad en los gritos del fragor, para tirar hay que renunciar a la poesía y abrazar las vulgaridades, ninguna jeva te mama el güevo mientras le recitas a Lorca.

Luego pensó en lo que pasaba después, cuando se reencontraba con ellas. Primero, en los brazos de ellos. Él, con todo el agüevoneamiento que había practicado desde su niñez, cuando el matoncito de su cuento de hadas le partió la jeta frente a todos el día que escribió aquella bobería a la niña linda de la coral, siempre allí: estoico y caballero. Presto a no dejar ver frente a la mujer que lo había rechazado, y frente a quién se la estaba cogiendo, un atisbo de incomodidad o resentimiento. Saludando con cordialidad, llamando brother al tipo en cuestión y afectando una naturalidad tan impostada que la mujer que lo rechazaba, justo en ese instante, sentía más lástima por él, por ese pobre diablo incapaz de indignarse con algo. Concluyó que a las mujeres no les gusta un pusilánime. Pensó también en el otro después, varios meses después, cuando estas mujeres, con el corazón roto por haber terminado la relación que empezaron al rechazarlo, lo llamaban buscando validarse, buscando consuelo, alguien que les secara las lágrimas, que les susurrara al oído lo bellas que son, los especiales que son y cómo a pesar de todas las afrentas, él no había dejado de quererlas. Aquí es importante decir que esta no es actitud estrictamente femenina, es actitud humana: todos queremos, cuando la vida nos jode, recordar que hay alguien cuyo amor rechazamos, cuyos avances nos dimos el lujo de ignorar. Cuando el corazón está roto siempre queremos recordarnos nuestra valía, y al hacerlo es inevitable herir a otras personas. Tal vez sea esa nuestra condena: una cadena de humillaciones y humillados, destinada a ocurrir una y otra vez.

Al rato, las cavilaciones llevaron a Leonardo a otro después, el después del después del después. Cuando el objeto de su afecto lo mandaba de nuevo al carajo, cuando la veía irse otra vez a los brazos de otro sin siquiera haber obtenido nada, ni un gesto, ni un agradecimiento, ni una cogida deprimente. Se sintió tan idiota al caer en cuenta de que con Diana ocurriría lo mismo, que por primera vez en toda su vida Leonardo sintió una profunda rabia, no contra ellas, sino contra sí mismo, por güevón, por pendejo, porque cuando uno descubre que la vida está pasando al frente y uno no está allí, jugando, todo se vuelve muy amargo. No triste: amargo. Como una taza de café frío y sin azúcar, una aflicción que afloja el estómago y da mucha arrechera. Fue en ese momento que Leonardo decidió no llorar. Prefirió quedarse tranquilo y esperar que Diana estuviera libre de nuevo, para ahora sí, ir a seducirla y no a implorarle lástima. Impulsado por esa falsa epifanía, tomó la laptop y modificó la lista de reproducción, borró todas las canciones cursis, agregó otras del Nigga, unas salsas, algo de electrónica, y un gran tema de Pharrell con Robin Thicke. Se sirvió otro ron, prendió otro cigarro. Reordenó la lista y la reprodujo en modo aleatorio. Esta vez sí conectó las cornetas y les subió todo el volumen. Y así se quedó toda la noche, cayéndose a palos con su ratón moral.

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