La violencia que somos

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¿Somos ciudadanos de teclas? ¿O ciudadanos de consignas? Escribo palabras en una república de aire fundada de peste. De gente bien viva. Bien parada y bien perdida. Exaltada. Un Rafael Cadenas, menos zen, más Tabla Redonda que el del presente, nos hubiese dicho quizás que somos unos comedores de serpientes. No lo sé, pero la cuenta de esta gente que quiero y que temo —y no me refiero a ninguna clase social en específico, ni a ningún bando, como fuente de ese temor—, la cuenta de esa gente que no puedo apartar de mí, no me da una suma de patria, ni de pueblo ni de nada.

A pesar de eso, no es menos su presencia tangible y no es que no haya ríos de conciencia que la recorran con sus quiebres. A lo mejor estoy equivocado: no me siento optimista. Espero estar equivocado, pero este país es un país de desconocidos numerarios. Y, sí, a veces es emotiva, exaltante la sensación de masa junta que lo recorre. Ayer 6 de marzo la vi, la recorrí, intente formar parte de ella, lo logré hasta algún punto, logré entrar en su coto interminable, de emociones, conciencias y consignas. Pero me mantuve más o menos en silencio. Algo bien grande cambió en Venezuela y no sé todavía que significan el 5 y el 6 de marzo de 2013 en medio de ese proceso que estoy viviendo con ustedes desde mi infancia, desde finales de los años ochenta del siglo XX, para ser exactos. No puedo negarlo, algo bien grande cambió en Venezuela. No estamos ya en 1989, ni en 1999, pero, eventualmente, gane quien gane en las elecciones que se avecinan, no creo que vayamos a quedar después en manos de políticos responsables, ni preparados para el cerro de bolas que hay que echarle a este país. Ojalá me equivoque de nuevo y estas líneas sean un cúmulo de errores pesimistas. Estoy sombrío, pero también emocionado, dolido. Ojalá nunca embalsamemos estos días y entendamos de ellos, algo más que inteligentes cinismos y desaforadas y viscerales consignas.

Hay que hacer mucho trabajo de hormiga en esta vaina, en esto que no empeñamos en llamar patria o país, o lo que sea, y no dejar en manos de nadie lo de yaeso que es de ya pero más allá de las burbujas, más allá de lo que ingenuamente se llama “política”, más allá, hacia el encuentro de varios posibles y estrictamente necesarios “nosotros” (y “ustedes”) que no alcanzamos todavía a concebir. Posibles “nosotros” que no pretendamos tan puros, queridos compatriotas de patria ausente; y es que al menos así, ausente yo la siento, hermanos, desconocidos de todos los bandos. En la medida en que entendamos que la política es todo quizá podamos sobrevivir como país, como patria. La política es actuar en cada cosa pero también es construir los “nosotros” necesarios, sin pretender imposibles consensos, estúpidos, planos. La política no es sólo emoción y consigna, ni tampoco tecnocracia de élites, supraconciencias de intelectuales, o Estado benefactor a domicilio.

Chávez fue, Chávez es una herida necesaria, aunque nunca pienso idolatrarlo, ni lo hice, ni lo haré. Hay que entender eso, creo. Y sé que sueno dogmático, pero me la juego con la frase. Chávez fue, Chávez es una herida necesaria. Herida viva. Altamente querida por muchos. Pero sí, también, precisamente por ser esa herida algo vivo y estar aquí entre nosotros, amantes o detractores, desapegados, apasionados u oportunistas mal habidos, hay que entender que la vida y la política son algo más que líderes que nos salven de algo —o que nos amparen para lograr unos fines altruistas o no—. Se me jode la sintaxis escribiendo esta vaina, porque me duele. Tengo que corregir estas líneas una y otra vez. Los escollos insisten, aunque los “corrija”. Y  o se vean quizás. Las consignas los tapan también con bastante efectividad: los errores, los escollos, y, en fin, las cosas impresentables. La muerte de Chávez me dolió y me duele, y estuve con la gente que lo sigue (y otros que no) ayer 6 en la calle por Los Ilustres. Y estuve y me duele, no porque lo siga, a Chávez, o lo idolatre y nada así, sino porque todo esto de nuestra historia reciente (1989-2013) ha sido desde que llegó y un poco antes una herida necesaria, una violencia ritual —jodidamente contenida para lo que pudo haber sido—, violencia ritual sobre una nación enferma, jodidamente enferma. Chávez es en cierta forma una manifestación de esa herida. No lo lloro pero me duele, y si él tuvo odio —que lo tuvo—, no pienso pagarlo ahora con más odio. Prefiero pagarlo, y cobrarlo, con otros actos que no tienen que ver con el odio, pero tampoco con la idolatría. No me creo mejor por eso, pero lo creo necesario y sale así. Nunca odié al carajo ese. Al menos no del todo, no sin profundas dudas.

No puedo pensar esto de otra forma. Al menos ahora: la muerte de Chávez y la historia que marca hacia atrás.

Tengo la cara quemada de pasar el día 6 de marzo de 2013 en la calle. Estaba con Oriette, ella fue la de la idea de ir, no yo. No lo tenía en mente. Quería mantenerme al margen, pero ella insistió, nunca sabré muy bien por qué. Fue como un instinto y me decidí. Terminé apropiándomela para mí en ese tránsito callejero desde que salimos para allá. No me arrepiento de tratar de ser parte del ritual de despedida o nacimiento o como sea que muchos lo llamaron. La muerte de Chávez me dolió y en esa medida me conduelo con los que lo aman, sin pretender que me amen. Yo no amo a Chávez. Lo vivo como herida de país, herida necesaria. Entiéndase, no como caudillo necesario. Hay una diferencia. Chávez no era sólo un caudillo o un líder autoritario o carismático. Era también otra cosa.

Tengo la cara quemada y eso me recuerda que no sé si hemos entendido que somos un país cruzado de violencia en todos y desde todos, y que hay que ver cómo la asumimos para que no se nos estalle de pronto. Hemos crecido, mucho, en número, y en otras cosas, al amparo del petróleo desde principios del siglo XX: ficha jugada con mucho sudor, mucho trabajo y sacrificios de carne y hueso —por allí andan muertos mis abuelos que trabajaron duro el petróleo, uno en Amuay, otro en un remolcador de Lagoven—. El petróleo ha sido también una ficha jugada  con grandes improvisaciones y excesiva confianza en el infinito, con excesivo saqueo. Uno de mis abuelos, el del barco, también tenía la piel quemada, curtida, para siempre curtida. Al amparo del petróleo hemos aplazado muchas veces la violencia, pero ella siempre ha estado aquí, en todas estas generaciones que nos preceden.

Chávez ritualizó la violencia y la tragedia de un país enfermo, de un país muy crecido para la ropa que se quiso mandar a hacer. (A veces se nos olvida que fue un profesional de la Academia Militar, un oficial, sembrado por esta era). Chávez ritualizó la violencia y la tragedia de un país enfermo. Chávez la hizo voz, esa tragedia y eso que cada vez quedaba más por fuera. Le dio un sentido y la contuvo. (Sería bueno pensar también que fue lo que Caldera hizo). Cuando pienso así no dejo de lado que en estos años ha habido mucha violencia física. Mucho muerto. Mucho plomo. Mucha hampa. Pero creo que habría que estar loco para echarle en su cuenta todos esos muertos a Chávez. No nos hagamos los locos con lo que es sumamente complejo. Piénsenlo bien. Y es verdad, tampoco se pueden olvidar así no más, toda la retaliación, las listas negras, las persecuciones, el empeño en no entender al otro sino como un enemigo fantasma. El otro bando, en el que estoy, también tiene una cuenta. Que otros digan si soy partícipe de ella.

Me duele que haya muerto, con todo y sus culpas, sus grandes errores. Quizá pudo ayudar un poco más en esa tarea ritual de la que hablo; como presidente o como lo que le tocara. Era la mejor opción, creo, la de su vida. Pero se fue. Algunos le desearon la muerte, no hay que tapar el sol con un dedo, pero ojalá Chávez hubiese salido de ese cáncer. Hoy algunos celebran. Son uno ilusos, y bastante tristes ilusos. No nos hagamos falsas ideas. Yo estoy seguro (y lo digo con convicción), que la mayoría de los que no estamos con Chávez nos hemos asqueado de eso de andar deseando muertes. Yo no quiero pagar el odio con el odio, pero tampoco quiero poner la otra mejilla. Los hermanos chavistas, sus líderes, debería ponerse a pensar también: los millones, oígase, los millones que no estamos con Chávez somos algo más complejo de lo que algunos quieren creer, o hacer creer. Somos mucho más que ladinos del imperio o mazamorras traicioneras. Todo eso es un falso fantasma para no mirar hacia lo que se tiene ante sí. Debería aprovechar estos días también para pensarlo, hermanos chavistas: ¿cuál es la imagen colectiva que de nosotros van a hacer para estos años?, ¿nos van a ver acaso sólo con ojos de consigna a estos millones que no seguimos a Chávez ni lo idolatramos, sólo porque ustedes sean millones? En ustedes también hay odios. ¿Piensan justificarlos todos con una limpia vara de moral?

Sí. La muerte de Chávez me dolió. Su agonía me dolió. Y me conduelo con ustedes. Se fue. Ya no puede volver su cuerpo tendido, ni su mente ni sus astucias rituales a hacerse realmente presentes entre nosotros. No puede volver su particular e irrepetible violencia ritual sobre nosotros. Y nosotros, todos los que quedamos aquí mientras podamos ¿qué vamos a hacer?, ¿qué queremos hacer con el país que nos deja y con esa violencia que somos? Mientras más pronunciamos desde todos los rincones y bandos (¿desde todos los rincones?), por separado, la palabra “unidad”, lo que más veo es una inmensa dificultad generalizada de conocer o saber del otro, del distinto. Si quieren seguir con sueños que ignoren al otro o con palabras altisonantes y consignas, pues bien, me parece bien; ni soy juez, ni soy líder. Pero si hacemos solo eso, sepan que estamos jodidos, compatriotas, de ambos bandos. Este asunto de la unidad nacional lo que da es risa pero también miedo, suspicacia, sospecha, paranoia. No es que para ser país es que tengamos que olvidarnos de las diferencias, de los puntos irreconciliables, de la refriega. Lo de la violencia que somos tendremos que pensarlo muy bien.

Si no pasamos de la punta de la nariz de la consigna, de la ilusión de estar salvando al mundo, ni tampoco salimos de lo precario de las cerraduras y las rejas, o de la mirada sobre el hombro del que puedan creer inferior o hijito de papá, nada de eso va a salvar esta mina de petróleo, esta jodida cantidad de agua para beber que somos, esta extensa tierra de numerarios exaltados, más violentos de lo que estamos dispuestos a creernos. Nada nos va a salvar. Tampoco podemos quedarmos expectantes repitiendo nuestros gestos de siempre, viendo televisión, escribiendo por estas redes y orándole al dios del Estado o del voto, o del cinismo, o de la poltrona. Las nuevas elecciones hay que hacerlas, pero gane quien gane no nos va a salvar.

Tenemos que estar como colectivo, como colectivos, fuertes y receptivos en nuestras diferencias y nuestros esfuerzos, sin pretender estúpidamente anularlos con la utópica unidad, tenemos que estar muy por encima de los “políticos” y los líderes que nos han tocado en suerte, que nos ha dejado tanta historia a su paso, la de la calle. Ellos no van a hacer realmente que esta vaina camine. Es el trabajo de hormiga, la política de ladrillito, y el encuentro a diario con el distinto el que puede hacer algo bueno para los años que nos vienen y servir de piso y exigencia para tanto líderes dispuestos a extraviarse. Los que vienen son años duros, vayámoslo sabiendo. Si no estamos fuerte y adquirimos conciencia de ladrillito, de hormiga y de calle, entonces, rojos, azules, amarillos, blancos o negros, maduros o no, cegados de la propia supuesta virtud glorificada, o ingenuos de la libertad y la tolerancia falsa, lo que vamos es a rematar no un país, sino un campo petrolero de país al primero que se nos pase por el frente, con acuerdos, cuentas e inversiones, creyendo cuentos de progreso o cuentos de consignas antiimperialistas. No seamos pendejos, por favor. Un país se puede vender de muchas formas. Y nos podemos hacer los locos mientras tanto. Y hemos sido expertos a lo largo de esta historia nuestra en venderlo. En vender muchas cosas. La violencia no nos va a salvar de vender esta tierra deseada que somos, llena de gente numeraria.

Miguel (mi padre), Rita (mi madre), Gustavo, Ernesto, Eduardo, Camilo y muchos otros que conozco, que siguieron y siguen a Chávez, son mis hermanos de esta tierra que nos tocó, tienen nombre y apellido y no son un algo abstracto; la gente con la que estuve hoy en la calle —algunos sabían que Oriette y yo no éramos chavistas, se dieron cuenta—, ninguno de ellos es pueblo abstracto. Todos ellos, aunque no nos pongamos de acuerdo nunca, son mis hermanos. (Me aferro a esa palabra aunque sea precaria). No sé si podamos escapar aunque sea de cierta violencia verbal, o de ciertas violencias parciales, pero son mis hermanos. Me quiero aferrar a eso. No ponerse de acuerdo también puede ser un motor y una riqueza, si sabemos aprovecharlo: los sistemas políticos de bandos y partidos en “consenso”, a veces son la cosa más estéril del mundo.

Tenemos que ser distintos, pero sin glorificarnos. Escribo esto desde la madrugada del 7 de marzo y espero que las madrugadas que nos vengan sean buenas; y no porque nos madrugue la violencia. Lo peor que nos puede pasar es convertir al distinto en un enemigo fantasma. Los fantasmas pueden contarse por millones. Y yacer en el piso. La ideas, ellas sí, y quizá bien contentas ellas sí no mueran.

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