Mi vida, a través de los perros (XLIII)

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Otra vez aparecía Margarita en mi vida, pero en esa oportunidad no fue de manera casual, sino motivada por algo lamentable. Me había llamado para darme una noticia que me estremeció. Sin mucho preámbulo, me la anunció en estos términos:

-Te llamo para avisarte que Lucía está en un hospital, y su estado es muy grave.

-¿Cómo? Pero, ¿qué le pasó? ¿Se enfermó o tuvo algún accidente?

-Ninguna de las dos. Es muy delicado hablar de esto por teléfono; solo te digo que estuvo a punto de desangrarse. Están buscando donantes de sangre, de cualquier tipo. No sé si tu puedas hacerlo.

-Claro, claro. Dime en donde la tienen, por favor.

Me dio las señas del centro hospitalario, un lugar de mala muerte en el centro de la ciudad, y me estremecí al pensar que Lucía hubiera dado allí. Mientras la conversación telefónica se desarrollaba, Helga me miraba como interrogándome, preocupada, sin entender lo que estaba ocurriendo.Cuando tranqué, pensé un instante la mejor manera de comunicarle la noticia, y decidí que sería de un tirón, sin falsos adornos.

-Se trata de Lucía. Algo le pasó, está en un hospital y necesita de donantes de sangre.

-Vamos enseguida – dijo sin titubear.

-¿Vamos? ¿Tu también…?

-Claro que sí, por más diferencias que hayamos tenido es un ser humano, y si puedo ayudarla lo haré con gusto.

Fuimos tan rápido como nos fue posible al miserable centro en donde estaba recluida Lucía. No pasaba de ser un puesto de socorro, con camillas por los pasillos y un olor espantoso, un vaho que recordaba sudor, sangre y desinfectantes en una mezcla nauseabunda. Por supuesto nadie nos supo dar indicaciones, por lo que nos tocó buscar por nuestra cuenta, bajo la indiferencia total y absoluta del personal que allí laboraba. Eso es lo que hacían todos los familiares y amistades de los enfermos que por mala suerte habían llegado a ese antro. Luego de mucho recorrer el lugar, pudimos divisar a Lucía en un rincón oscuro. Estaba tirada de cualquier manera sobre una camilla, cubierta con una sábana. Cuando fuimos acostumbrándonos a la falta de luz, pudimos apreciar el estado de indefensión que presentaba: estaba con los ojos cerrados, y unas grandes ojeras los rodeaban. Y lo más vistoso, unos vendajes cuya higiene dejaba mucho que desear a la altura de las muñecas.

Enfurecí. Enfurecí por todo: por lo que era evidente, por el miserable sitio en donde se encontraba, pero más que todo lo hice por mí. Lucía había logrado su propósito: hacerme sentir culpable. Otra vez volvía a manipularme, de manera patética y desesperada. Como un poseso comencé a gritar y hasta que no vino el personal de seguridad del sitio no me calmé. Exigí que la trasladaran de urgencia a una clínica de verdad. Por los gastos nadie debía preocuparse, faltaba más. Tomás se encargaría de ellos con todo el gusto del mundo.

Se efectuó el traslado, y durante un par de días Lucía estuvo luchando por su vida. Moví a todos mis contactos para conseguir los donantes necesarios, ya que había que realizarle transfusiones masivas pues estuvo a punto de desangrarse por completo. Durante esos días Helga tuvo la entereza de acompañarme.  Me tocó turnarme con Margarita; al parecer los familiares de Lucía se habían esfumado. Ella tenía raros momentos de conciencia, en los cuales se paseaba de la indiferencia total hacia mí hasta una hostilidad manifiesta. Yo me limitaba a quedarme callado, sentado a su lado, mientras Helga aguardaba en la sala de espera del piso de hospitalización. Cuando volvía a quedar inconsciente, salía de la habitación a esperar por algún desenlace, fuera cual fuera. Ya mi ira se estaba transformando en indiferencia. Quería terminar con esta situación de una vez: si Lucía sobrevivía, haría todo lo posible por desaparecerla de mi vida.

Poco a poco la situación fue mejorando, salió del peligro de muerte y comenzó a recuperarse. Tuve una discusión algo álgida con Margarita para determinar lo que haríamos en lo sucesivo. Después de muchas vueltas, de recriminaciones mutuas, de ventilar todo lo que teníamos acumulado, decidimos que lo más prudente sería hacer que tomara terapia, pues ambos coincidimos en que su estado mental andaba desequilibrado. El problema estribaba en cómo lograrlo, pues ninguno de nosotros tenía ningún vínculo legal o familiar que nos permitiera decidir sobre su vida. Debía ser una decisión suya; la persuasión se la encomendé a Margarita, pues era a la única a la que Lucía le hacía caso. Mientras tanto yo trataría de rastrear a algún familiar, con los números telefónicos que conservaba.

Por fin me pude desentender un poco de la situación, y traté de volver a la normalidad. Todos los acontecimientos que se habían sucedido sin descanso el último período me habían distraído demasiado de los negocios, así que tuve que retomarlos con urgencia. A la par, temía que Helga también tomara alguna determinación definitiva, como regresarse a su país, algo que mencionara de pasada alguna vez en la clínica. Eso hubiera sido devastador para mí, por lo que puse todo mi empeño en tratar de evitarlo. No estaba dispuesto a perderla. Así que procuré inventar mil motivos por los cuales ella debería quedarse. Sin embargo, estaba indecisa y triste. A pesar de que era evidente que algo sentía por mí, tanto la decepción que le produjo el comportamiento mezquino de Kurt como la muerte de su madre la tenían sumida en una especie de depresión.

Un día me le aparecí en su casa con una gran compra de materiales para que volviera a ejercitar su actividad plástica. Eso pareció alegrarla, pues la había abandonado por completo el último par de meses. Para ejercitarse, tomó un gran folio de papel y en él trabajó en carboncillo un retrato de Byron, que aún conservo. Mantenía intactas sus dotes, al parecer, cosa que la alegró mucho y la animó a reanudar su carrera. Había  ganado esa pequeña batalla, lo cual fue un alivio tras tanto acontecimiento infausto. No sabía que a la vuelta de la esquina se nos venía un cataclisma que significaría un vuelco total en nuestras vidas.

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