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My Week with Marilyn: La Otra Monroe

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My Week with Marilyn: La Otra Monroe


Con todo el fastidio y el escepticismo del mundo, me acerqué a ver “My Week with Marilyn”.
Ya le había sacado el cuerpo desde el Óscar y siempre encontraba una excusa mejor en la cartelera para olvidarla.
Pero su estreno fugaz, me despertó un sentimiento de culpa. Al final, decidí tomar cartas en el asunto y sumergirme en la proyección del film.
Al principio, fui sorprendido por la habilidad del director para hacer planos secuencia e imprimirle un ritmo de comedia clásica a su trabajo de encargo.
Pensaba toparme con un advenedizo sin creatividad y me conseguí con un solvente narrador en exteriores e interiores.
El largometraje seguía, a su manera, la estela de las ganadoras del Óscar del 2012, al rendir tributo a los íconos y estrellas del séptimo arte, a partir de una óptica irónica, revisionista y posmoderna.
Los diálogos y las situaciones adaptaban el canon de los guiones veloces y desternillantes de los colosos de la meca, empezando por Billy Wilder y terminando en Howard Hawks, tras la huella de la relación entre Sir Laurence Olivier y la rubia de Oro durante el accidentado rodaje de “El príncipe y la corista”, donde se confrontaron dos métodos de actuación: el de la burocracia heredado del teatro isabelino versus el de la pareja Strasberg, apoyado en la búsqueda psicológica del intérprete para conseguir su personaje.
A pesar del tono grueso y caricaturesco, el humor aflora con naturalidad y perspicacia gracias al aporte de los principales y secundarios, encabezados por un estupendo Kenneth Branagh, quien permite descubrir el lado humano y frágil de su papel de realizador hechizado por el magnetismo de la diva.
En el conflicto de egos, la chica material obtiene la victoria parcial, mientras el hombre sucumbe a sus encantos innatos. Es una tesis a debatir y roza el esquematismo de la mirada fetichista o machista sobre la mujer. No obstante, la pieza se esfuerza por sostener la idea contraria.
De cualquier modo, se expone un feminismo liberador de corsés, vinculado al glamour, la belleza, las curvas y la inteligencia emocional.
Para compensar, el dueño de la batuta guarda el mismo cariño por el rol de las mentoras de la función. Judi Dench es una hada madrina. A la señora Strasberg le brindan el beneficio de la duda, pero la pintan como una suerte de personificación neurótica del cómic de Edna Moda.
Interesante y convincente la participación de Dougray Scott en las botas de Arthur Miller. Lástima porque el libreto lo reduce también a un figurante predecible y plano.
Tampoco desagradan Julia Ormond y el lengua de hacha, Toby Jones, un genio en ascenso.
El eslabón débil de la cadena lo conforma el trío de los niños lindos de la era de “Harry Potter”. El gancho para el target juvenil.
Así, debemos aguantar el insoportable dilema amoroso del argumento. ¿Me quedó con Emma Watson o con la catira enrollada de “My Blue Valentine”?
Por supuesto, el chiste radica en observar cómo Hermione no tiene el menor chance en la comparación con la diosa del templo de “La tentación vive arriba”.
Los idilios románticos, de telenovela adolescente, consumen valiosos minutos en desplegar una innecesaria secuela melodramática de la fórmula “Crepúsculo”, con la Bella Swan de la partida tirada en cama y deprimida, a la espera de su insólito príncipe azul.
Entendemos el mensaje de fondo. Marilyn llevaba una existencia disipada y solo andaba en pos del afecto real, perdido en su época de niña abandonada.
El galán desconocido la salva y le permite recuperar su confianza.
De nuevo, el cuento conservador de “La Cenicienta” y “La Sirenita”, redimidas por un caballero anónimo.
Somos testigos de un lugar común de la Disney.
Por fortuna, el desenlace la guiña el ojo a la ambigüedad y la experimentación.
La conclusión asienta un concepto enigmático: la ilusión del mito se imprime en la pantalla y logra conquistar los sueños de la audiencia de a pie, como si todos pudiésemos haber vivido no una semana sino una eternidad con Marilyn, en virtud del cine.
El único hueso duro de roer se llama Michelle Williams. No le llega por los tobillos a la Monroe. Es una doble oxigenada y descafeinada. Prefiero la imitación de “El Tinte de la Fama”.
No es una cuestión de parecido, sino de actitud.

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