Hesher: Antecedentes Penales de Robin

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Comedia romántica o película independiente de superación de la adversidad donde el metalero o el marginado funge, otra vez, de hada madrina del bosque encantado del suburbio americano. Ya lo vimos en “Pescador de Ilusiones”, “El Solista” y demás relatos de autoayuda por el estilo.
La particularidad de “Hesher” reside en la condición y característica de su protagonista. Es un metalero sin camisa de andar por casa, con cigarrito en la boca, una camioneta destartalada, una guitarra eléctrica, un pasado misterioso, un presente de incertidumbre, el cuerpo tatuado y actitud de pirómano incomprendido, bajo la inspiración de la música de Motorhead y el combo de Lars.
El soundtrack es una lista de éxitos del género, poco originales y manoseados. Mismo defecto del personaje y del guión, a pesar de su intención de erigirse en parodia consciente.
Tampoco la ayuda el hecho de escoger a un reparto de estrellas a la cabeza de su elenco. Ello desmiente su mensaje a favor de la austeridad y la reivindicación de las minorías afectadas por la crisis: los jóvenes, los ancianos, los desamparados, los niños huérfanos y los padres desempleados.
Nadie se traga el retrato de la pobre niña rica, Natalie Portman, como la humilde cajera del súper mercado donde transcurre buena parte del metraje.
Menos resulta convincente la incorporación de Joseph Gordon-Levitt para hacer el papel principal. Los postizos de su cabello largo lucen de mentira y el movimiento del cuello, al escuchar la música, lo pone en evidencia.
El rockero de verdad sabe ejecutar su solo de greñas al aire y de batería sobre el volante. En cambio, nuestro Robin carece de gracia y de ritmo, aunque divierten sus salidas de tono en la casa, el funeral y la calle.
Por placer o para drenar su rabia contenida, quiebra ventanas y le echa fuego a los objetos de consumo de sus apreciados enemigos de clase. En pocas palabras, “Hesher” aterrizaría en la mansión de la chica de “El Cisne Negro”, para quemarle el trampolín de su piscina. De ahí nace la enorme contradicción social del esquema realista del film.
También cabe lamentar su deriva de serie folletinesca, su final de cliché, su torpeza narrativa y su forma de capítulo de telenovela. La imagen es plana y bidimensional desde el principio hasta el desenlace retórico y populista.
En su descargo, nos gustaron los secundarios de la abuela, el niño y el villano.
Pero asumimos como una conspiración y una falta de respeto con la inteligencia de la audiencia meta, el giro dramático del libreto, del segundo al tercer acto.
Nos invitan a crecer, a dejar el trauma de la depresión, a liberarnos, a romper las amarras y a superar las muertes de los seres queridos.
La cinta sacrifica a la madre en un accidente de tránsito, a lo “Crash”, para justificar su andamiaje y sistema de cine “choronga” y aleccionador.
Lo peor de todo es el aprovechamiento y la explotación de la cultura de los amantes del “thrash”, a efecto de sustentar una tesis reaccionaria de reunificación familiar en tiempos de tragedia.
Se brinda una cara superficial, epidérmica y domesticada del fenómeno, medio embustera y sensacionalista. Peca de amarillista por avivar la llama de la censura y la reprobación hacia el sedicioso caballero de la noche, en fase de potencial asesino múltiple de Columbine. Es una bomba a punto de estallar, por su resentimiento y aislamiento.
Miente descaradamente al ofrecer una imagen falsa del movimiento. De hecho, mayor honestidad encontramos en el documental, “The Decline of Western Civilization”, dirigido por la creadora de “Wayne’s World”.
Ahí descubrimos a la vanguardia de las guitarras pesadas y las líricas explícitas, ahogadas en el alcohol de sus piletas de millonarios advenedizos, plenamente vencidos y derrotados por la industria.
Era la decadencia de un sentimiento, despojado de su aura de confrontación y devenido en fachada y alimento de las modas del consumo trendy. Lo propio sucedió en Caracas.
El mainstream mató a la vibra identificada con “Hesher”. Por ende, su biografía es una falacia. Lo auténtico sería demostrar el proceso de su acoplamiento o conducirlo al desafío de sus maestros e ídolos, hoy prostituidos como fetiches y carnadas de la escena vintage de VH1.
Sea como sea, “Hesher” es el ejemplo del reinado del apoliticismo, el vacío y la rebeldía estéril en el seno del ámbito alternativo. Síndrome de la zombificación de la alteridad y la disidencia, al extremo de transformarla en negocio inofensivo y funcional a los intereses de la demanda rosa.
“Hesher” no molesta a nadie y estimula consensos sospechosos.
Es una trampa melancólica disuelta en el clásico rollo romántico del extraño con vocación de redentor de la colina.
Como “ET” y “Paul”, él nos abandona cuando termina su misión en plano cenital. Solemnidad mística, tipo “Súper 8”, apenas disimulada con humor.
Lo mejor: su promesa de desenfado e incorrección.
Aun así, el compromiso comercial aniquila la oportunidad de concluir en el no futuro.
Lo punk claudica ante lo pink.

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