Mi vida, a través de los perros (XIV)

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Toda persona tiene episodios en su vida que quisiera poder borrar de la memoria, ya sea por bochornosos, por ridículos o por tristes. El funeral de papá es uno de ellos, en mi caso: una de las ocasiones en la que he sentido más tristeza. Sin embargo esas imágenes se me presentan con frecuencia; son como fotografías, o más bien diapositivas que se proyectan sobre un imaginario telón dentro de mi mente. Y el dolor, matizado por el tiempo, aparece puntual. Por fortuna su fallecimiento fue plácido, dentro de lo que cabe. Ocurrió mientras dormía; quien estaba haciendo guardia en ese momento era mi madre, y viéndolo en retrospectiva pienso que fue lo más justo.

Acabo de decir que las imágenes del velorio son frecuentes acompañantes, pero lo curioso del caso es que hay detalles que hoy se me escapan. La visita final del médico, el traslado a la funeraria, quiénes acudieron a esa última visita, son cosas de las que guardo escaso o nulo recuerdo. Creo que el aturdimiento del momento no me permitió registrar adecuadamente esos aspectos. Sí me acuerdo de mi íntimo último adiós: pedí que me dejaran a solas con sus despojos mortales, y allí, en esa habitación donde transcurrió sus últimos días y en la cual nos confesamos mutuamente, me despedí de él sabiendo que al final nos habíamos podido conectar y entender.

Los días posteriores fueron extraños: algunas amistades nos acompañaron al principio, dándonos soporte en las tareas cotidianas tales como lo referente a la alimentación y al cuidado de la casa. Mi madre estaba devastada, abrumada. Aunque  supo mantener la entereza, yo sabía que por dentro se encontraba destruida, y no estaba en mis manos poderla ayudar en esos momentos, pues andaba igual de aniquilado. Ella no sabía demostrar amor sino con sus acciones; no era muy proclive a las manifestaciones afectuosas de palabra. Tal vez no sea todo lo justo que debiera, pero debo decir con honestidad que no recuerdo un «te quiero» saliendo de sus labios, a partir del momento en que entré en mi adolescencia. Pienso que se trataba de una especie de pudor, o tal vez respeto. Tal vez por ello no supimos compartir el luto; cada quien lo vivió por su lado, sin dar o recibir apoyo del otro de manera expresa.

Como nada es eterno, poco a poco la rutina nos fue devolviendo a la realidad. Pudimos lograr el establecimiento de un sistema de convivencia: de manera intuitiva conocíamos las cosas que pudieran molestar o incomodar al otro, y nos manteníamos en nuestros espacios respectivos. De forma espontánea nos dividimos las tareas hogareñas: ella se ocupaba de la cocina y de la limpieza general de la casa, yo me encargaba de las mascotas – todavía estaban con vida las tres perras que me había dejado Margarita, y Hamlet también tuvo su «encuentro familiar», después de todo – y de las pequeñas reparaciones, siempre necesarias en esas construcciones que empiezan a ser vetustas. Y fatalmente tuve que afrontar el hecho más enojoso y frustrante, para mí: ocuparme del negocio familiar.

Mi primera labor fue conocer el estado financiero de la empresa. Con la enfermedad, mi padre tuvo que delegar la conducción de la tienda en uno de sus empleados más veteranos, el señor García. Pues bien, me entrevisté con ese señor para hacerle saber que en adelante yo me encargaría del negocio, y para que me pusiera al día con respecto a la marcha financiera del mismo. Cuando le pedí los libros de contabilidad, noté que una cierta alarma le recorrió el cuerpo: sus movimientos, su gestualidad, me indicaron que algo estaba sucediendo. Empezó a tratar de distraerme con otros asuntos, pero con las palabras de mi padre todavía frescas en la memoria no se lo permití. A regañadientes, por fin, me los entregó.

Al revisarlos entendí su reluctancia anterior. Esos no podían llamarse, en rigor, libros de contabilidad. El desorden era patético: las cantidades estaban asentadas de cualquier manera, habían días sobre los cuales no se guardaba ningún registro; la última anotación en el libro de bancos la había realizado mi padre. Poco a poco fui llenándome de una cólera sorda, me iba poniendo lívido al entender la magnitud del problema que tenía entre manos. García se dio cuenta del asunto, y ese día se fue temprano. No lo volví a ver: como supe un poco después, en la reunión que sostuve con unos contadores que contacté con urgencia para  tratar de sanear la empresa, el hombre estaba desfalcándonos, y desapareció de la ciudad. Por fortuna no le había dado tiempo de completar su obra, pues de otro modo hubiéramos tenido que declararnos en quiebra.

Ese día regresé abatido a la casa. No le dí muchos detalles a mi madre, solo le conté que había detectado ciertas irregularidades en la contabilidad. Para tratar de despejarme un poco, le puse la correa a Hamlet y salimos a pasear. Era ese momento incierto del día en el cual no es tarde ni noche, y la luz adquiere una tonalidad dorada. Es raro que recuerde ese detalle, pero más extraño fue lo que ocurrió: Hamlet se me soltó de la correa y corrió presuroso hacia un lugar impreciso, al final de la calle. Corrí tras él, pero era mucho más veloz que yo. Por fin lo encontré montando una perra, un hermoso ejemplar de pastor belga. Escuché una voz a mis espaldas.Para mi enorme sorpresa, alguien comentó:

– ¿Cómo se llama esa sensación que solo se puede nombrar en francés?

– ¡Margarita! – Atiné a exclamar.

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