La vagina de la esposa de Humberto…

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No es que Humberto haya cambiado su conducta luego del matrimonio. No, para nada. Se debe señalar es a la mentira andante de Daniela, que gritaba a los cuatro vientos cómo guardaba su virginidad exclusivamente para cuando se casara con su novio, ocultando que, en una noche de copas con unos amigos, totalmente desinhibida y borracha, fue llevada por ellos a un hotel, donde gritando de placer y excitación descubrió todo el paraíso de carne, orgasmos y fluidos del que se había privado todos estos 26 años.

Daniela luego de esa noche prefirió no volverle a hablar a sus diligentes amigos. Más fuerte era el sometimiento de un fanatismo cristiano impuesto por su padre, por lo que, de llegar a enterarse de tal aventura, posiblemente hoy la agraciada joven estaría muerta a manos de él.

Los días posteriores a la célebre liberación de pulsiones de Daniela fueron un infierno: horas de masturbación día tras día, encerrada en el baño de su cuarto, rememorando una y otra vez como la lengua de uno de sus amigos ponía su clítoris a temblar desenfrenado de locura. Fue lo que más le excitó esa noche; nunca había visto a alguien comerse algo con tal ahínco y satisfacción: literalmente le devoraron la vagina.

Por supuesto, la recién nacida doble moral de Daniela no le permitió confesar la verdad a Humberto, su novio formal desde los 17 años. Ya un poco desencantada de la triste hipocresía de la virginidad, ante una religión en la que ya no creía absolutamente nada, comenzó a presionar a su pareja para concretar los planes de boda; Daniela sabía, que era el boleto para irse de su casa, sacudirse al dictador de su padre y poder finalmente ser penetrada por el nunca usado y aún virgen pene de Humberto.

Humberto era un joven de 29 años, fiel creyente; hijo del mejor amigo del papá de su novia. Humberto, era el primer y único novio que había tenido Daniela y, el único aprobado por su padre. Era un joven refinado, con muy buena educación, adicto al orden y la limpieza, un tanto ingenuo en ocasiones. Mantenerse puro al lado de Daniela, esperando la bendición de Dios el día de su boda, era algo que lo llenaba de satisfacción y orgullo. La amaba profundamente, ¿cómo no amarla?: era hermosa, de buena figura y caderas prominentes; era la única mujer en su vida, además, en tiempos de una sociedad sin valores, pues Daniela era la mujer perfecta para cumplir con sus exigencias religiosas, una dama, una señorita.

Daniela lo consiguió. Transcurridos 8 meses luego de su episodio de infidelidad a Humberto y a una deidad omnipresente que la veía desde el cielo con un pene metido en la boca, logró casarse finalmente con su paciente novio. Vestida de blanco posaba la señorita para la foto, arrodillada, con sus dos manos juntas a la cara, expresando una santísima pureza. Su cara transmitía ternura, inocencia tocada obligatoriamente por una mano divina, júbilo por la bendición que el mismísimo Señor le otorgaba en ese esperado y significativo momento. Su cerebro andaba en otro sitio: quería nuevamente la lengua de un hombre enterrada en su vagina, quería su clítoris torturado por los dientes de alguien. Sentía que explotaría por dentro; maldecía a la ridícula ceremonia, a Dios, al cura, a la familia, a las represiones de años, al abandono sexual a la que fue castigada.  Maldecía todo, excepto a su clítoris: pronto le propinaría miles de orgasmos a éste, usando la lengua de Humberto como arma secreta.

Esa noche de bodas fue un total desastre. Apenas Daniela le agarró el pene a Humberto, éste acabo. A ella no le importó mucho, ni siquiera subió la mirada para ver el rostro avergonzado de su esposo y calmarlo. Le soltó el pene, acostó a Humberto boca arriba con un empujón, y ella, subiéndose a la cama, comenzó a caminar con las piernas separadas hasta situarse parada sobre el cuerpo de su esposo, con ambos pies a los lados de la cabeza de un Humberto aterrado, que no sabía qué estaba ocurriendo.

Daniela bajó la cabeza desde lo alto y, erguida en pie completamente desnuda, soltó una mirada de malicia a su esposo. Se metió su dedo índice en la boca, dejándolo remojar con generosidad unos cuantos segundos. Sacándolo, formando un sólido hilo de saliva, procedió a llevarlo a su vagina que soltaba desde la altura algunas gotas lubricantes al rostro de Humberto. Tocó con energía su clítoris, luego, separando sus húmedos labios con los dedos, se dejó caer de rodillas en la cama, atinando su abierta vagina a la boca del asustado joven.

Daniela comenzó a menearse enérgicamente, agarrando por el cabello a su esposo, obligándolo a entrar lo más posible a su cavidad. Humberto gritaba asustado, pero sus súplicas no servían de nada, eran ahogadas por el rosado interior de Daniela. Ya sin poder aguantar más, Humberto se vio obligado a golpear a su mujer en la costilla izquierda, empujándola con desespero para poder respirar. El resto de la noche la pasó encerrado en el baño, llorando en silencio, estupefacto por todo lo que acababa de ocurrir en su anhelada noche de bodas con su dulce dama.

Ocho meses después nada había cambiado. Nuevamente, Humberto restregaba con rudeza el cepillo sobre su lengua cubierta de crema dental. Se miraba con impotencia al espejo. Otro fracaso más de decenas de intentos, otra derrota a su desempeño integral del amante perfecto, otro sinsabor a su esposa, otra ida al baño corriendo, aguantando las ganas de vomitar.

El problema no era Humberto; el problema era la vagina de Daniela. Visualmente era bonita, cerradita y delicada; pero, escondía en sus entrañas un pestilente hedor; era algo indescriptible, algo que estimulaba y humillaba al umbral de sensibilidad vomitivo de Humberto.

El amor por su esposa era enorme, pero, la pudrición de su vagina también lo era. Y es que, el detalle era que Daniela no buscaba ser penetrada, ella quería era puro sexo oral salvaje, como aquél que le convidó ese par de amigos con narices tapadas aquella noche.

La infelicidad de Daniela ya era obvia, todo encuentro sexual con su marido terminaba interrumpido por algún conato de vómito de éste. El matrimonio se caía a pedazos; el intenso amor que hubo un día ya estaba condicionado y resumido por una sensible lengua y una hedionda vagina que no podían reunirse sin terminar peleados: la relación tenía sus días contados.

Humberto se la pasaba llorando, por más que lo intentaba no podía hacerlo, moría del asco. Además, su ridícula crianza católica extremista lo mantenía encerrado en sí mismo, no se atrevía a decirle a su bella esposa que tenía un muerto descompuesto entre las piernas. Él sólo quería envejecer y morir al lado de ella, tal cual juraron en el altar meses atrás, compartir juntos, verla contenta. No lograba comprender la insistencia con el tema del sexo oral, pero, quería hacerla feliz a cualquier precio, y debía encontrar alguna solución pronto.

Una noche al salir del trabajo, Humberto decidió irse con unos amigos a tomar unos tragos, y así olvidar un poco sus problemas maritales. Tomaron dos botellas de ron y comieron arroz a la marinera. Rieron, lloraron juntos, compartieron todos sus desaciertos en el matrimonio. Sus amigos, que eran dos ejemplos perfectos del barrigón alegre venezolano populachero tomador de caña y cogedor de putas de cualquier calaña luego de sellar par de caballos, le recargaban el trago a Humberto y, uno de ellos alterado señalaba:

─Hermanazo, ¿cuál es el peo, vale?, date un baño con tu mujer al llegar, pásale bien el jabón Moncler por la cuchara, y apenas salgan de la ducha échale lengua como un campeón a esa loca; usted es un varón, vale, ¿qué pasa, pues?, salva ese matrimonio, loco,  mira que hembrotas como Daniela no encontrarás fácil, y menos así virgencita cero kilómetro como tú la agarraste, ¡deja la mariquera y dale lengua pareja a esa totona, chico!

Eso era lo que necesitaba Humberto: un consejo sincero, palabras de apoyo de buenos amigos. Ya montado en su carro, un poco borracho por esos tragos, Humberto iba mentalizado, repasando cada palabra de sus amigotes. Era su noche de rescate triunfal del matrimonio, nada lo detendría, haría acabar a su mujer por primera vez y de la forma más animal y extrema posible.

Humberto llegó, levantó a su esposa jalándola por un brazo para llevarla a la ducha, pero, ésta le propinó una cachetada acompañada de un “¡estás loco, imbécil, suéltame!”.

Humberto no abortaría la misión fácilmente; en medio de su borrachera no entendía por qué Daniela no quería bañarse a las 3 de la madrugada con él, sin embargo, seguiría adelante con los planes.

Se disculpó y comenzó a besarla. Ella aceptó. Se besaban intensamente; al mismo tiempo él iba ya quitándole su ropa interior, no quería perder ni un minuto de esta sabrosa borrachera que le hacía olvidar el volcán de vapores nauseabundos que su esposa tenía guardado especialmente para él.

Humberto la puso boca arriba y, ya desnuda completamente, le abrió las piernas para ver bien abierta la herida que debía sanar con su lengua. Confiado y con una firmeza llena de ilusión por salvar su matrimonio, procedió a meterse de lleno en las cavernas de azufre.

Como un zorrillo amenazado que se defiende con su pestilencia, así se defendió en modo automático la vagina de Daniela al sentir la presencia de la lengua enemiga. Humberto en medio de la borrachera no pudo ni detectar las náuseas: está vez se vino en vómito, pero, invadido en adrenalina logró contenerlo sellando sus labios con determinación.

Humberto todavía mantenía pegada su boca a la vagina enemiga y, con unos cachetes inflados, que contenían parte de la cena, decidió separar ligeramente sus labios para ir dejando drenar un poco de su interior. Humberto sentía algo de asco, más aún con lo escrupuloso que era, sin embargo, detectó algo que jugaría a favor de él, un oportuno as bajo la manga: pequeños camarones y calamares mal masticados salían de su boca, acompañados de un líquido amargo, pero que conservaba la exquisita sazón del arroz a la marinera que había deglutido horas antes. Era un caldo caliente, pero que arrojado con ligereza en la vagina de su esposa lograba una mezcla de sabores que seducía el exigente paladar de él, haciendo que éste con desesperación retomara la actividad lingual que por primera vez ya no era un castigo, por el contrario, era un placer gastronómico sin precedentes. Humberto esa noche era una suerte de chef, experimentando con un abanico de ingredientes de diversas texturas, temperaturas y sabores; consagrándose en su mente como un Sumito Estévez de la vagina.

Daniela gritaba de placer, pedía a su marido que no se detuviera por nada. Humberto logró soltar en pequeñas cuotas toda la cena sobre la suculenta putrefacta vagina de su esposa. Masticar un camarón al mismo tiempo que mordisqueaba el inmundo clítoris era un poema; era colocar un acento al ya divino sabor de un camarón fresco. Se alternó con las partes líquidas, aprovechaba éstas para recorrer con la lengua los muslos calientes de su mujer y luego desembocar en toda la vagina ya roja de tanto sometimiento físico.

Esa noche Daniela volvió a enamorarse de Humberto. Ya no existía posibilidad alguna de divorcio, más bien, estaba orgullosa de su marido que, no sólo supo igualar a lo sentido en esa noche de infidelidad enterrada en el pasado, sino más bien, superó a ese par de amigos con sinusitis que no sabían donde metían su boca.

Desde entonces, Daniela ha sufrido algunas infecciones producto de algún calamar descompuesto que se pierde y queda alojado en sus paredes vaginales, pero, nada de qué preocuparse. El viernes es el día oficial del sexo oral: Humberto le pide a su esposa que no se bañe en todo el día, y él, apenas sale del trabajo pasa por su restaurante preferido, encarga una buena cazuela de mariscos o, el legendario y salvador arroz a la marinera.

Gabriel Núñez

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