Acabar con la absurda…

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Hombres acuden al festín de la carne libre, únicamente saboreada por el aire,
por los suspiros reprochables de dios.
Impúdico acto donde se respira, se gime, se huele y se degusta
por medio de los vástagos dejados ocultos en nuestro ser inculto
por las manos del creador.
La certeza incolora y despiadada en su mirada incestuosa, brinda loas
de brisas hechiceras que acarician los sexos impúberes dando paso
a la ola sexual que nos gobierna.

Su lluvia es elixir de nuestro cultivo, de nuestra vida. Sus deberes culminan
en un éxtasis celestial, revolcándose entre truenos y desahogos de tormenta.
Sobre sus miserias blancas tapizadas con azul de cielos, va relamiéndose
cada pizca de humanidad entre sus dedos justicieros.
No hay noche alguna donde la luna despierta sin sonrojo, contemplada
por la emoción de patetismo visceral que deslumbran los humedecidos rostros.
Pasa un martes de lluvia y un orgasmo sin prudencias,
existe deseo entre lo terrenal y lo incierto.

Claudican las monjas, se desvisten los curas y el credo predicado es letra muerta
reconocida por su astucia. Objetos y humanos son lo mismo, así fuimos considerados,
débiles sin remedio, siempre en busca de la cura, que fue «ofrendada de los cielos»
por cualquier tipo con argucias.
Masturbando nuestras mentes para conseguir el placer que lo hace a él único
y distinguido en el imaginario colectivo.
En la mar espiral donde no hay plataforma distinta nos embarcamos,
y encumbramos en el cociente, el bálsamo que nos da la vida.
Hay miles de islotes, millones de ellos como pedestales,
surgen alrededor y exhiben la razón que nos da calor, la carne en perfecta condición
que devoramos en nuestra imaginación con métodos varios y sin compasión.
Veo una mujer que llama mi atención, muestra sin pudor sus muslos hinchados
hasta las líneas del ocaso.

Su sonrisa lasciva y fingida es una fotografía inalterable ante los celos maternales
de una naturaleza contrariada y vetusta.
Ella se levanta de su lecho de corales y espuma, advirtiéndome con un intento
de torpe e infantil indiferencia, la imagen de su blanco y desnudo ombligo,
ofreciéndose al mundo que jamás ha probado la absurda inapetencia.
Una mirada recia que nace en su inconsistente conciencia señala con burdo gesto
sus senos impolutos que crecen raudos y amenazan con despedazar
los estirados ropajes que la resguardan, esos dos majestuosos bultos
de carne circulares que no están propensos a los desmanes gravitacionales,
se mantienen erguidos y de vez en cuando un soplo divino hace que te señalen.
Esa carne explotada, desechada, reciclada, sobreutilizada y siempre comestible
para el deseo latente, para los músculos predispuestos y desmedidos.

Esa carne es la continua fragilidad de la que esta hecho el espíritu del hombre.
Es el efecto del vacío prefabricado en nuestras costillas,
es el evento al que acudimos todos los días.
Un pedazo de carne en exhibición que se sabe deseado y corre y aníma y espera
en los días fríos y soleados. Con excesivo esplendor de virtudes insoslayables
disgregan su perfume incontestable en las callejuelas transitadas por hombres
aquejados de enfermedades, ahora dispuestos a morir por el síntoma mas claro
del abismo donde duerme el universo.

Varios pedazos de carne con moldes semejantes, con brotes de madurez
desperdigados por su estructura sugestionante.
Actúan con desmesura y se pierden en su vanidad.
Avistan hombres con armaduras e intenciones increíblemente puras,
donde hay solo singulares y selectos especímenes que degustan con locura
toda la carne que creen sana y existencialmente inútil.
Pedazos de carne esparcidos en la calle, amontonados y sucios, desechados,
con un rostro virgen y con un corazón en luto.

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