Recuerdo de infancia, mientras miro a unas palomas. (cuento)

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Las palomas o cotorras, peleaban sobre el murillo de ladrillos del balcón de la casa de mi padre; que acababa de morir, había empezado a vivir allí desde hacía meses.

En principio creí que era tierno que las palomillas hicieran nido en mi ventana, pero su mierda, mal olor, ruido y las incontables cucarachas que atrajeron me disuadieron de esa idea.

Además, los pichones chillaban de manera insoportable. Los gorjeos de los pichones se producían a las cuatro de la madrugada cuando el palomo cedía a la paloma su turno de abrigarlos con su peso posándose sobre ellos. La paloma pasaba a abrigar a los recién nacidos y el palomo se iba; a buscar comida supongo.

Recordé aquella vez en que Carla y yo nos abrazamos y besamos mirando a través de la ventana como dos palomas se peleaban sobre la rama de un árbol gris y triste. Uno de los tantos árboles que crecieron a la vera del río que está frente a la casa de mi madre.
Recordé también que unas palomas atravesaron volando la placa azul del cielo al alcance de nuestra vista, mientras Elinés y yo, conversábamos echados sobre la grama del parque zoológico al que fuimos tratando de escapar a la civilización humana y poder conversar plácidamente.
Igualmente el día en que supe que Marielvi estaba encinta de mi hijo, recuerdo haber visto a una manada de gorriones cruzando a Los Teques.

No se que pintan las palomas en mi historia, pero de alguna manera ellas siempre se las han arreglado para hacerme compañía en los momentos importantes.

Aunque no lo recuerdo, estoy seguro de que el día en que nací, una gigantesca multitud de palomas se posó sobre el techo de la maternidad en la que me parió mi madre.
La fecha de mi nacimiento no es clara para mí, ya que aunque siempre celebro mi cumpleaños el 01 de octubre, a veces, me da por pensar que nací el 17 de marzo, y otras me gusta creer que nací el 21 de abril, y otras tantas me fascina pensar que nací el 29 de febrero de un año bisiesto. Pero… ¡Qué carajo! Esas son vainas mías, lo cierto es que nací el 01 de octubre.

De los recuerdos de mi infancia no hay ninguno relacionado con palomas. Más bien los recuerdos que subsisten en mi mente tienen que ver con animales rastreros.

-¿Quieres un caramelo? –me pregunta Jaime.

-Sí –respondo emocionado.

-Bueno, cierra los ojos y abre la boca ya que es un caramelo mágico.

-¿Mágico?

-Si. Si. Si. Cierra los ojos y saca la lengua para ponerte el caramelito.

-Está bien –hice lo que me dijo y acto seguido, me pusieron una cucaracha viva en la lengua.

Intenté reaccionar escupiéndola, pero se trataba de una cochinilla grande y voladora que se coló rápidamente sobre mi lengua y entró a mi laringe.
Pude sentir al insecto dentro de mi tráquea agitando sus alas como intentando escapar. La retuve en mi garganta conteniendo la rabia y el asco y salí corriendo a buscar a alguna profesora, me acompañaba Ángel mi mejor amigo, que había visto lo que me habían hecho desde una de las banquetas que estaban en el patio de recreos de la escuela, además, él intentó advertirme de lo que me iba a ocurrir, pero no pudo hacerlo ya que Jaime lo amenazó con su puño izquierdo.

Llegamos junto a la maestra Magali. Una señora de baja estatura, pelo negro y corto; muy parecida a Julia De Briceño, la señora que cocinaba todos los martes y jueves a través de la televisión.

-Profe –dijo Ángel-, a Reinaldo le hicieron comerse una cucaracha viva.

-¿Estás bromeando?

-No maestra ¡Cómo se le ocurre!

-A ver –me tomó con ambas manos por las mejillas y levantó mi cabeza, que yo había bajado como mirando al suelo para así contener las ganas de llorar.

-Bien Reinaldo, abre la boca –me dijo la maestra.

Lo hice; abrí mi boca para que la profe Magali me viera, lo hizo y con indiferencia me dijo.

-Bueno tienes tres opciones: te metes los dedos en la boca y vomitas, o te la tragas y la cagas, o te la tragas y mandamos a Mercedes a que te compre en la farmacia un remedio para matarla estando dentro de tu estómago.

Las ganas de llorar eran muy fuertes. Se me aguaron y enrojecieron las pupilas y nuevamente sentí ganas de morir.

Me tragué a la cucaracha, obligándola a descender a mi esófago con un sorbo de agua que la propia maestra me alcanzó en un vasito de papel de forma cónica. Luego mandaron a comprar un antiácido y, varias horas después, vomité a la cucaracha muerta. Al parecer los jugos gástricos la mataron, segundos después de habérmela tragado.

Dos días después comencé a temerle a los insectos y a las personas. Supongo que son lo mismo, ¿no?

John Manuel Silva

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