Edimbrgr!

Aprendiendo inglés de nuevo en la capital de Escocia

por Daniel Pratt


Saliendo del metro de King's Cross en Londres, me di cuenta de que todo lo que necesitaba para viajar -y consecuentemente, para sobrevivir- estaba en el pequeño bolso que tenía colgado en la cintura, de pronto, las mudas en el morral en mi espalda, la incontable cantidad de cosas en Caracas, me parecieron completamente innecesarias. No existe mejor forma de comenzar un viaje.

Tomamos el primer tren en una tarde londinense lluviosa y extrañamente fría para el verano. A ciento cincuenta kilómetros por hora pasamos por el ángel de Newcastle, pueblos cuyo principal atractivo era la pronunciación de sus nombres, asombrosas centrales nucleares y gigantescos campos de cebada.

Llegamos a un Edimburgo de 15 grados centígrados el 16 de Agosto, evidentemente habíamos equivocado nuestra selección de ropa al subestimar el clima del norte de Bretaña. Para mayor sorpresa, ése fue el día más caluroso de nuestra estadía en Escocia.

Subestimamos también la disponibilidad de cuartos. Durante el verano, toda la ciudad se transforma en el festival de artes mas grande del mundo y, después de Amsterdam, pareciera ser la segunda ciudad con mayor escasez de cuartos del planeta. Para colmo, éramos 7 en nuestro grupo y cada vez que llamábamos a un sitio para preguntar por una habitación, las respuestas iban desde la risa enmudecida hasta el más grande "WHAT!?". Al final, conseguimos un buen sitio, aunque "ligeramente" lejos del centro.

La primera impresión al hablar por teléfono desde la estación fue que habíamos llegado a un país en el que se hablaba una lengua muerta sajona. A veces resulta complicado entender a los ingleses, pero los escoceses son incomprensibles el 50% de las veces, es como si el inglés que uno oye de este lado del Atlántico, en el cine, en las canciones, fuese un idioma distinto. La mayoría de las palabras se pronuncian de otro modo y el acento está en lo que para nosotros serían "las vocales equivocadas", supongo que para ellos será como oír hablar a un Puertorriqueño después de haber aprendido español en Chile.

La primera de muchas pints de Guinness nos la tomamos en nuestro Bed&Breakfast, Claremont Hotel (en el 14-15 Claremont Crescent, Broughton), allí no solo nos trataron muy bien sino que nos dieron a un excelente precio una gran habitación para todos, con TV, galletas y tetera, acompañado diariamente por un abundante desayuno inglés (aunque haciéndole honor a la fama de ser la peor cocina del mundo). Después nos enteraríamos que el buen trato no era exclusividad de nuestra posada, aparentemente todos los escoceses parecen vivir en un mundo distinto y son extremadamente gentiles. Los desconocidos nos saludaban en la calle y nos trataban con tanta amabilidad que muchas veces nuestro instinto caraqueño patéticamente nos llevaba a pensar que estábamos a punto de ser violados. Cada vez que un extraño nos saludaba, automáticamente agarrábamos nuestros bolsos y mirábamos alrededor. Afortunadamente, a fuerza de cerveza negra y paisajes espectaculares, poco a poco nos fuimos entumeciendo y adaptando al trato escocés.

La mejor forma de conocer Edimburgo es a pie y el mejor sitio para comenzar es The Royal Mile (High Street en los mapas), la arteria principal de lo que se podría llamar "la ciudad vieja". Construida sobre una colina, esta avenida empedrada está flanqueada por la espléndidamente conservada historia arquitectónica del Edimburgo de los siglos XVI y XVII. En sus callejones interconectados el tiempo se ha detenido, sus empinadas escaleras y paredes de musgos dan la sensación de estar penetrando en las entrañas de la vida urbana de la capital de escocia hace cuatro siglos. Al final de la avenida, luego de innumerables tiendas de whiskey, faldas y souvenirs, está el castillo de Edimburgo, dramática e imponentemente construido sobre una roca, comandando toda la ciudad. Este castillo, cuyas estructuras en pie más antiguas pertenecen al siglo XII, ha sido el sitio de poder en estas tierras desde el siglo VI a.c. desde ésa época ha permanecido allí, encumbrado, dominando la vista, presenciando invasiones, sitios, recapturas, como un recuerdo del sangriento pasado de Escocia.

Castillo de Edimburgo


Fue en The Royal Mile en donde por primera vez escuché el sonido de la gaita. ¡Que equivocado estaba al creer haberlas oído en televisión y en discos!, es el equivalente a haber visto una foto de un cuadro de Van Gogh. A distancia el sonido es omnipresente en las calles, se escucha sin poder identificar claramente su procedencia, luego, a medida que uno se acerca comienza a escuchar, además de la melodía, la respiración del instrumento, los múltiples sonidos que emite y que de alguna forma sirven de acompañamiento. Esa música tan entrañable hace irresistible el deseo de correr por las colinas, vestido de enagüillas, con una gaita tocando al fondo.

Cruzando los jardines de Princess Street está "la ciudad nueva" de Edimburgo, un conjunto de calles perfectamente trazadas, casas Gregorianas y grandes tiendas por departamento, el monumento gótico a Sir Walter Scott domina la vista desde este punto. Cerca está Calton Hill, poblada de monumentos neoclásicos de la época en que Edimburgo llevaba orgullosa su sobrenombre de "la Atenas del Norte", dejados allí como restos de algún drama griego. Esta colina tranquila es un excelente lugar para meditaciones con el viento volando cabellos, en alguno de los numerosos bancos que ofrecen una vista aventajada sobre la ciudad.

Calton Hill. - al fondo, Firth of Forth


En el cruce de Princess St. con Lothian Road, en el centro de la ciudad, queda el Citycorner Café. Este sitio con precios de estudiante tiene la particularidad de estar construido en el sótano de una iglesia, las mesas interiores están debajo de los arcos que forman la base, pero el verdadero atractivo son las mesas al aire libre, que están colocadas entre las lápidas del cementerio en dónde están enterrados nobles, alcaldes y curas que pertenecieron a la diócesis de Princess St. La gente come allí, junto al sitio de descanso del Sr. McGillis y se recuesta a tomarse un café en la cripta mohosa de la Sra. McEntire, el desenfado con el que comen junto a los muertos es admirable, casi sublime. Ofrece un interesante punto de vista acerca de la veneración exagerada a los recipientes en dónde colocamos a nuestros seres queridos. Otras iglesias y catedrales de Edimburgo han sido convertidas en discotecas, bibliotecas, salas de conciertos, restaurantes. Uno termina acostumbrándose al hecho y comienza a pensar que ¿acaso no fueron construidas para congregar gente?, no se adorará a Dios en ellas, pero al menos cumplen su función de reunir a la comunidad. ¿Se adorará a Dios reuniéndose a pasar un momento con los amigos? La idea sacrílega de "al menos las usan para algo" me acompañó secretamente durante el resto de nuestra estadía.

Exterior del Citycorner Café


Los soles azules de tus mares.

Durmiendo en una zona residencial, no podíamos evitar una excursión por la ciudad no-turística. Alejándonos del centro, fuimos al renovado muelle de Leith con sus cafés de aspecto caro para una vista del Firth of Forth y oler el mar. Un automóvil se le atravesó a un camión y después de un intercambio de mentadas de madre, los conductores ambos se sonrieron y despidieron como amigos del alma, ¿qué podía esperarse de un par de escoceses?. Caminamos por todo el Leith Walk de vuelta al centro, los únicos turistas a la vista, entrando en tiendas de rebajas, hablando en nuestro inglés extraño y comprando sweaters a precios de verano. Sin esta caminata al puerto o sin subirse a una colina, uno podría pasar un buen tiempo en Edimburgo sin enterarse de la cercanía del mar, con el graznido omnipresente de las gaviotas como único recordatorio de que, a pesar de su aire de tierra adentro, es una ciudad portuaria.

El Scotch Whiskey Heritage Center (354 Castlehill, The Royal Mile) no puede ser obviado en una visita a Edimburgo. En un tour guiado que culmina con un vaso de la bebida nacional de Escocia, nos explicaron el delicado proceso de fabricación de nuestro principal producto de importación. Las analogías entre su veneración del whiskey y nuestra reverencia al petróleo son obvias: Escocia le debe su nombre en el mundo a esta "agua de los dioses".


La Celta

Desde el primer día, nos embarcamos en la fiebre de festival, la cartelera "oficial", el "International" ofrece los espectáculos de mayor renombre, pero es quizás el "Fringe", el festival underground, el que ofrece los espectáculos mas experimentales y aunque no son siempre buenos, cumplen con la promesa de ofrecer algo diferente. Adicionalmente, en el marco del festival, numerosas compañías de teatro y danza, así como también grupos de rock y música celta aprovechan para ofrecer sus propios espectáculos improvisados en salas alquiladas o hasta en la misma calle. El aire está lleno de entusiasmo artístico casi las 24 horas del día, la gente apresurada va de un lado a otro a las distintas salas, es como vivir en un Ateneo gigante.

En la Famous Grouse House (5 Chambers Street) tuvimos nuestro primer encuentro con la nueva música celta. A diferencia de otros países, la música folclórica en Escocia es tan popular como lo es el pop/rock en otras latitudes y en muchos casos, la línea entre la música tradicional y el pop, el techno o el rock es muy fina. Como dijo nuestro anfitrión: "es sorprendente que la cultura norteamericana, que es tan persuasiva, no haya podido penetrar en las costumbres de esta gente, los chicos de la calle escuchan esta música en la radio…"

Grupos de jóvenes como el que vimos en la primera función de esa noche se encargan de introducir elementos de fusión logrando una excelente variación contemporánea de esa música centenaria. Mientras los violines zumbaban a una velocidad imposible al ritmo del techno, no dudé ni por un instante que hace treinta años los padres de esos músicos escuchaban "Celtic-a-go-go" y Jazz Celta. La gente se paraba y bailaba como en cualquier discoteca (supongo que en algunas pondrán esta misma música) y la mujer de cabello recogido que estaba frente a nosotros, en su imposibilidad de escapar al hecho de pertenecer a una raza gitana, soltó sus rizos y saltó a la pista de baile a girar vertiginosa, endemoniadamente. Con cada patada y cada giro se mantenía flotando, sus pies descalzos imperceptiblemente elevados sobre el piso. Su cabellera larga y rizada -intentando seguir el paso indicado por la cabeza- hacía su propio baile como si fuese parte de otro cuerpo, contorsionándose al ritmo de la misma música celta.

Los franceses introdujeron el baile de cuadrillas y los escoceses lo alteraron convirtiéndolo en los Ceilidhs. En otro espectáculo, nos obligaron a levantarnos y aprender los complicados pasos con solo una explicación cantada en ese inglés inentendible. Sorpresivamente estas personas latinoamericanas pronto estaban bailando como cualquier otro cabello rojo.

Por más al norte que estuviésemos, a pesar de la flema de sus vecinos del sur, me di cuenta que los escoceses en cierta forma no han cedido sus raíces tan fácilmente, en algunos aspectos siguen perteneciendo a esa raza bárbara que pobló esta tierra antes de los romanos, en cierta forma no se han dejado civilizar, no han dejado de moverse y formar escándalo, han retenido su belleza primordial. Me di cuenta también que, mas allá de los lugares obvios como nuestro país, en otras partes más frías el mundo también vibra bajo nuestros danzantes pies descalzos.

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