Flechas blancas indican el camino

texto: Daniel Pratt
fotos: Kene


Estábamos en el Bauhaus International Youth Hostel en Brugge, Bélgica (Langestraat 133-137). Seducidos por unas pizzas, el ambiente del lugar y el descarado predominio de las bicicletas en uno de los últimos bastiones medievales de Europa, decidimos tomar la excursión en bicicleta organizada a diario por nuestra posada.

Pagamos nuestro dinero, no recuerdo cuanto, no importaba en realidad, al día siguiente a las nueve cruzábamos la frontera holandesa por un puente insignificante, sin marcas ni guardias, montados en una van nosotros ocho, otras cinco personas y nuestros dos acompañantes del Bauhaus.

Llegamos a nuestro punto de partida, un poco mas allá de Cadzand-Bad, cinco kilómetros adentro de territorio holandés, en otro país, a veintiséis kilómetros de nuestros pasaportes.

Para nuestra satisfacción masoquista, nuestros guías del Bauhaus desaparecieron tan pronto nos dieron nuestros mapas, uno pedaleando a toda velocidad y el otro conduciendo la van en que habíamos venido.

Así que, mapa en mano, sin entrenamiento e inexpertos en recorridos largos en bicicleta, comenzamos nuestro paseo por la fila de un dique de arena. A nuestra izquierda, campos infinitos sembrados de pasto, cebada, trigo, a dos metros por debajo del nivel del mar, a la derecha, esta playa del Mar del Norte, gris en un día helado de verano. Era irresistible, así que bajamos a mojar nuestros pies y bicicletas.

Retranchement, primer punto de cruce hacia Holanda de las fuerzas expedicionarias del Canadá.
Parece imposible que exista gente que pueda vivir aquí, frente a este mar que invita a reflexionar, en estos campos de brisa meciendo al trigo, entre oxidadas piezas de artillería apuntándole por el resto de la historia a barcos ingleses ya hundidos, bunkers de concreto y ladrillo con la memoria de los alemanes que murieron incinerados, acribillados, explotados adentro. Parece imposible que todo este mundo haya sido arrasado una vez, uno creería que siempre ha estado así, apacible, libre de horror.

Nuestro mapa parecía bien específico, la contracara tenía una guía escrita para llegar directo al Bauhaus, se veía fácil, además flechas blancas de plástico clavadas por la misma gente de Bauhaus en pequeñas tablas al ras de piso o discretamente fijadas en los postes del tendido eléctrico, indicaban el camino.

Pero los caminos de Europa son miles y se bifurcan en millones, las indicaciones en el camino se caen, se doblan y apuntan hacia abajo, los mapas se mojan con una lluvia imposiblemente fría a mitad del verano. Por más preparada que esté la travesía, los instintos naturales del viajero nunca se dejan de utilizar.

A los cinco kilómetros, cuando nuestras nalgas ya no daban mas, nos dimos cuenta que este viaje sería mas largo y doloroso de lo que esperábamos. Fue allí cuando comenzaron de veras los cambios en el terreno: tierra, grava, subidas y bajadas, piedras y todo lo que uno puede esperar de una excursión en bicicleta organizada por una posada de morraleros.

La lluvia fría comenzó en medio de un campo de trigo entre Retranchement y Sluis. Habíamos sido lo suficientemente inteligentes como para empacar nuestros ponchos y chaquetas en esa soleada y brillante mañana en Brujas. Sin embargo, no todos los usamos, era suficientemente difícil pedalear sin ponchos.

Las regularidad de las flechas fue espaciándose. Nos perdimos. La lluvia, nuestros mapas desechos y el dolor en las nalgas lo hacían todo peor, decidimos pedalear sin pensar mucho, siguiendo lo que nosotros creíamos que era el sur, entramos y salimos varias veces de carreteras y caminos secundarios, quizás no era tan buena idea esto de las bicicletas, quizás debíamos preguntarle en flamenco a algún lugareño, quizás debíamos tomar la autopista e ir directo a Brujas, solo si hubiésemos podido encontrar a algún lugareño, algo de flamenco o alguna autopista, claro está.

Llegamos finalmente a las afueras de lo que parecía ser un pueblo, un cartel nos dijo que era Sluis ¡Estábamos de nuevo en la ruta! Esta población a unos siete kilómetros de la costa fue alguna vez un pueblo costeño al igual que la Brujas medieval, las ruinas de sus murallas lo delatan. Es un pueblo típico de fantasía, con campanario musical y todo. Estaba lleno de alemanes en shorts como si fuese Playa el Agua en agosto o alguna de las grandes capitales del mundo.

La máxima ironía de los lugares de veraneo en Europa es que sus pobladores tienen que ver como los alemanes han regresado a reclamar sus tierras:
-"¡mira Hans! tu abuelo destruyó esa iglesia, ¡foto! ¡foto!"
-"¡Increíble como han reconstruido! ¿no Margaret? el tío Fritz me contaba que durante la retirada no dejaron en pie ni las cruces del cementerio"

Los Alemanes han vuelto por sus legítimas propiedades, a ejercer su poder disparando marcos.

Almorzamos en una panadería que vendía la mayor variedad de pan campesino, charcutería y queso holandés que he visto en mi vida. Es obvio que en este pueblo de fantasía, nuestra visita a la panadería estuvo abundante, barata y exquisita. El sanduche pareció durar toda una vida.

Inmediatamente después de Sluis está la frontera, la cruzamos por un peatonal y anónimo puente de madera. En ese punto comienza el Damsevaart, un canal comisionado por Napoleón que pretendía unir Sluis, Brujas y el mar. El emperador cayó y el canal nunca fue terminado, ahora corre de Sluis a Brujas, casi en línea recta, unos quince kilómetros en total. El plan de aquí en adelante era bastante sencillo: seguir el canal hasta brujas, haciendo un par de desvíos para conocer Oostkerke y Damme. El Damsevaart es una visión imposible: una avenida de agua que se pierde de vista, con caminos para peatones a ambos lados y flanqueada por altos y esbeltos árboles. Recorrerlo y pasar a los ancianos pescando junto a sus perros hace que a uno se le olvide que existe un mundo con edificios, automóviles y muertes violentas.

Comimos en Damme, nuestro mapa decía que en Agosto es el festival internacional del queso, pero ni rastro. Sin embargo, los waffles que nos comimos en un restaurante alemán fueron un buen reemplazo.

Al montar nuestras bicicletas después de esa parada de dos horas, el dolor en los glúteos era descomunal, esos seis kilómetros entre Damme y Brujas fueron los mas largos de mi vida, de pie sobre los pedales con las piernas demasiado agotadas como para sostenerme, me sentaba no aguantaba el dolor y me paraba de nuevo solo para caer otra vez sobre el asiento. Los molinos de Brujas aparecieron como una bendición. Al descender de las bicicletas, nuestras piernas instintivamente querían seguir pedaleando, veintiséis kilómetros en siete horas con paradas, no está mal para un grupo de mal entrenados peatones.

Cenamos y bebimos mucho. Siguiendo el designio de mis piernas, caminé hacia el centro, ¿Qué mejor forma de terminar un día en bicicleta que vagando solo de noche por las medievales calles de Brujas?

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