EL CLUB

Por: Theomar Vargas

A Manuel Llorens


Después de los tordos y las reinitas vienen los mangles. Luego la vegetación se arrala y empieza el cemento y la cola de gente con su bolsita y su vianda, a veces un maletín nuevo o de piel antigua. Al principio buscaba otra entrada e inventaba un hermano, pero en el club me pasaron la consigna. El gesto y el tono de voz son tan importantes como las palabras. Se miran fijamente los ojos del hombre de la puerta y se grita o se susurra. La obediencia es inmediata. Un brazo impide el paso a la multitud que espera.

Se llega al pasillo de la sangre, siempre hay sangre y lamentos. Después están los gatos y luego, nada. Pasillos y escaleras de hermosa arquitectura llevan a los mosaicos de teselas de vidrio veneciano, y allí está La Dama Dormida, con su torso de lujosa madera, las Sillas de Marisol Escobar y las Butacas del Arzobispo. Casi escondidos, avergonzados, los ociosos laberintos de Escher tan parecidos a los míos. La tarde llega apenas a la sala. En la semipenumbra está el doctor, casi se graduó de médico y abandonó en el último año. Ahora se dedica a las matemáticas y siempre anda con un rollo de papeles llenos de ecuaciones y de gráficas. No habla, sólo dormita, y sin embargo, su presencia acaba por ser tan dulce y necesaria que entre todos cuidamos su sueño, y nos indigna que alguien le dirija la palabra porque se sobresalta.

Todavía no ha llegado el alemán. No es exactamente alemán, sino de origen germano. Nació en Maracaibo. Cuando saluda se levanta bruscamente y junta los talones en un gesto sonoro y marcial, simultáneamente, se inclina por breves instantes, para después erguirse muy tieso esperando que lo inviten a sentarse de nuevo. Es muy introvertido, pero nos cuenta historias de un gran patio con animales y plantas tropicales donde se refugiaba, porque hasta allá no llegaba la guerra.
En el club no se toman en cuenta las diferencias sociales, aunque uno se agrupa más o menos según ellas. No se escoge al club, el club es el que escoge, y nos encamina a él por vías distintas y sorprendentes. Yo, por ejemplo, tenía varias compras que hacer y poco dinero. En los libreros vi un remate y me acerqué a curiosear. No esperaba nada, ya son demasiadas las veces que encuentro verdaderos tesoros y tengo que dejarlos porque no me alcanza la plata. Atados con un cordel verde estaban los cuatro tomos del Cuarteto de Alejandría. Fue lo primero que encontré y lo único que vi. Una hermosa edición cosida y encuadernada, traducida por Aurora Bernárdez. El precio era irrisorio. Renuncié a todas mis diligencias de ese día y me propuse disfrutar de ese encuentro postergado involuntariamente durante tantos años. En el bulevar pedí un té frío y me dediqué a hojearlos. Era imposible leer todavía, demasiada excitación. De estos y similares subterfugios se vale el club para reclutar a sus miembros.

Uno de los mayores placeres que nos deparan los libros viejos es imaginar a sus dueños anteriores. Me gusta hablar con los libreros. Muchos sólo saben el valor de lo que venden por la oferta y la demanda, ven tu cara y en ella está el precio. Pero hay otros de archivos fabulosos e historias extraordinarias. Me han contado, que suelen ser los herederos quienes les llevan los libros. Estos eran de una mujer, se llamaba Isa, y digo se llamaba, porque ella jamás habría vendido un texto tan amorosamente subrayado: marcador de punta muy fina y trazos precisos. Envidio a los que son capaces de subrayar decentemente. Yo acabo por llenar todos los márgenes con comentarios que después ni yo misma entiendo. Isa no comentaba, sólo marcaba una frase con un trazo recto, o un párrafo con una delgadísima 3 al inicio y al final. Sólo en Balthazar aparecían dos palabras en una hermosa descripción: La doma.

Sentí lástima por Isa. Probablemente fueron sus sobrinos quienes vendieron sus libros. Vive sin amantes ni lazos de familia, sin malicia, sin animales domésticos, concentrada exclusivamente en su pintura, que toma en serio, pero no demasiado. El camarero revoloteaba como queriendo torear las mesas con su chaqueta roja. Me molestaba el gentío que pasaba con paquetes, la muchacha de la Asociación de Sordomudos que pedía insistentemente su limosna en silencio. Pobre Isa que conoció el amor de veras y se engañó con apariencias. Tratamos de complementar el vacío de nuestra individualidad por medio del amor, y por un breve instante tenemos la ilusión de la plenitud. Pero sólo es una ilusión. Pobre Isa que se sabía culpable, pues somos autores de nuestro propio infortunio y en él imprimimos nuestras huellas digitales. Que supo o tuvo el valor de saber que el placer es el polo opuesto a la felicidad. Y la gente pasaba y pasaba como un rebaño loco, como vacas detrás de la madrina y su cencerro. Con los belfos temblando con el olor a compras, como vacas anhelando el agua en la sequía. Pobre Isa. Pobre Yo. Pobre Isa entre vacas. Para tranquilizarme pedí un tabule. Comer es algo que siempre me ha calmado mucho. Pero el perejil parecía pasto y el tomate se veía como aplastado por vacas. Me dio terror, esta vez las sentí rumiando y pataleando en mi mesa.

Conozco un poeta que escribe hermosos y terribles poemas en los que siempre hay vacas, y decidí contarle mi experiencia. Él cela su libertad y es difícil ubicarlo, sin embargo, sus amigos cuentan en secreto, no sin orgullo, sus salidas y excentricidades. Por esas conversaciones imaginé dónde estaba. No me gusta molestar, pero las vacas pasaban cada vez más peligrosas. Pagué y me fui a buscarlo.

Los poetas no suelen vivir de sus poemas, tienen otros oficios y él estaba en su trabajo, tuve que esperar a que se desocupara. Después de oírme frunció el ceño, con una gravedad que siempre me ha llenado de ternura. Y me reveló la existencia del club. No fue de golpe, al club hay que acceder de manera paulatina. Primero es un lugar al que se va una vez a la semana a conversar, y no con todo el mundo. Los interlocutores están expresamente señalados. Después empiezan los contactos un poco al margen de la directiva, primero son dos los que conversan, luego se van uniendo otros, a veces, cuando llega un nuevo miembro se fingen indiferencias no sentidas. Últimamente hemos relajado un poco estas normas. Yo creo que fue el cigarrillo, casi todos fumamos, pero está prohibido. Aline sacaba un cigarro de la cartera y miraba agresiva, nadie se atrevía a criticarla. A mí me caía mal al principio, su agresividad no concordaba con la curva infantil de sus mejillas. Después nos hicimos amigas, y nos sentábamos junto a una papelera procurando que no se produjera ningún incendio. Poco a poco se nos iban uniendo los demás y todo se volvía un humero. Tuvieron que hacerse los locos. La semana pasada llegó una estudiante universitaria, una niña linda y alegre, haciendo chistes sobre los interlocutores que ofrece la directiva. No sé si lo hacen a propósito. Pero los escogen buenísimos. También nos contó que desde que se vino a estudiar no puede pararse de la cama, pues le da miedo esta ciudad violenta. El miedo parece ser una constante en los miembros del club, todos tienen o han tenido miedo. La otra constante es que todos llegamos perdidos. Yo me perdí en el Cuarteto de Alejandría. Otros, en lugares más corrientes o exóticos. Algunos simplemente aparecieron sin saber ni ellos mismos como lo hicieron. También sufrimos todos de desamor o hemos sufrido. La niña universitaria no ha llegado todavía, a lo mejor no llega, la cola es fatigante. Aline y yo lamentamos no haber estado pendientes de darle la consigna. Y es tan fácil, simplemente dices el nombre del club: „Emergencia, Psiquiatría".


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