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Lugares Comunes

Dir.: Adolfo Aristarain. 2002.

    En un país con una real cinematografía emergente, no ficticia como la de acá, con una verdadera crítica audiovisual, sin consensos y consentimientos como los nuestros, con una revista (El Amante Cine) tan aguda y rabiosa como lo fue Cine Al Día, con un Festival Independiente sin desperdicio y sin armatoste incluido, Adolfo Aristarain no corre con la suerte de caer en manos de periodistas lisonjeros y aduladores, hueros y podridos, subyugados y sumisos como los de nuestra tierra de desgracia.

    En la pequeña Venecia de Ricardo Montaner, el director de Un Lugar en el Mundo goza de una desmedida popularidad entre estudiantes de Trabajo Social, coleccionistas de acetatos de Silvio Rodríguez y exegetas de Benedetti, censores de Vargas Llosa y trasnochados culturales de todo tipo. Es un clásico indiscutible, casi un mito, para cierta izquierda ilustrada a la luz de Las Venas Abiertas de América Latina, La Hora de los Hornos, y El Hombre Unidimensional. Aquí entre cinéfilos, se le confiere un perdón a todos sus pecados, un indulto de por vida contra sus amagos de mala praxis. Aunque, es bueno advertirlo, todavía no se le reconoce una operación totalmente fallida.

    Si somos justos, debemos admitir un hecho indiscutible: su buena fama no le cae del cielo, al contrario, se la merece por consistente y perseverante, por cultivar géneros y sembrar interrogantes, por sacudir malas conciencias y remover heridas mal cicatrizadas.

    Sin embargo, si somos severos, no podemos ocultar el sol con un dedo: después de criar el nombre, el hombre se nos durmió en los laureles de la repetición de ideas, la reincidencia de formas y la reproducción mecánica de contenidos, hasta devenir lugar común, y si es proclamado a los cuatro vientos por Federico Luppi, mucho mejor.

    Precisamente, el distanciamiento de la crítica porteña hacia el cine de Aristarain, parte del momento en que sus películas otorgan más crédito a la sentencia lapidaria que al plano conmovedor, al circunloquio que al pulso embriagador, a las palabras agolpadas con o menor gracia que a las tomas montadas con o menos ritmo.

    Desde entonces, sus obras soportan el peso de la oratoria demagógica, sus monólogos interiores inundan el espacio exterior, y sus acciones se tornan teatrales. La planificación de la composición depende del dialogo y los planos no perdonan un contraplano. Para ser más específico y concreto, el caballero hace todo lo contrario a la nueva ola argentina, pero sin atreverse a ir a contracorriente.

    En efecto, sus Lugares Comunes niegan el presente para conjurar el pasado del cine. Renuncian a crecer para anquilosarse en la nostalgia de las fotos de calendario y los parajes de almanaque. Tampoco cuestionan a la nueva generación de los tiempos muertos, igual de estancada en el reaprovechamiento de su único invento. A lo sumo plantean un tímido alegato a favor de las causas de siempre, cuando nadie apuesta un peso por ellas. En última instancia, invitan a renovar la fe en los valores de la revolución Francesa, pero ya es demasiado tarde como para creer en la libertad, la fraternidad y la solidaridad de la burguesía, sin recordar al Capital, a los capitales golondrinas y a los capitalistas de Menem.

-Sergio Monsalve
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Mario Puzo visita Los Reyes, México
El Crimen del Padre Amaro de Carlos Carrera

    
Advertencia: es bastante probable que termine contando el final de la película, pues TODA la película es esencial para decir lo que quiero decir, así que si alguien desea verla antes de leer, bien. Si alguien desea anticiparse a la película, bien. Si alguien desea no leer, bien. Es decir, me lavo las manos, yo no le cuento el final de ninguna película a nadie que no quiera oirlo.

-Atte. El autor (siempre quise firmar “El autor” por un no sé qué de enigma que no llega a ser anónimo)

PD: También cuento el final de El Padrino, por si alguien no la ha visto tampoco, no vaya a ser que alguien no sepa aún que Darth Vader es el papá de Lucas Trotacielos.


    Hace tiempo, en Feriado, el suplemento dominical de El Nacional, apareció una crítica que me hizo pensar mucho. La crítica iba dirigida a los críticos de Scent of a woman, que repetían que “Pacino estuvo bien, pero Gassman es Gassman” refriéndose al protagonista de Profumo di Donna, la obra que habría sido el “original” de la versión americana. Comparar nuevos talentos con hitos en la historia del cine siempre ha sido un riesgo altísimo a dejar de lado toda objetividad y es por ello que no compararé el trabajo de Coppola con el de Carrera o el de Pacino con el de Gael García Bernal, sino la evolución de los personajes centrales de ambas películas, El Crimen del Padre Amaro y El Padrino, quizás para mí mismo, para entender qué fue lo que me faltó de la película mexicana.

    Amaro y Michael Corleone no son en esencia malas personas, son dos personajes que ante las circunstancias, han debido convertirse en pecadores, cada uno a su manera, por defender su fidelidad a ________________ :

a. el gobierno
b. la familia
c. la iglesia
d. la oposición
e. cualquiera de las anteriores
f. no sabe / no contesta

    La selección múltiple es mi base para la discusión. Corleone defiende la imagen divina de su familia mientras Amaro resguarda el maltrecho honor de la institución católica, apostólica y romana. Así mismo podría crearse una historia parecida en otro entorno y el enlace con el peliculón de Coppola seguiría ahí, inamovible, como un mal sueño o una foto de aquél maratón en el que llegaste de segundo y sostienes una medalla plateada (cromada, en honor a la verdad) mientras Tony sostiene un trofeo y Mary lo abraza sonreída.

    Amaro es un personaje en esencia inocente que se va corrompiendo hasta formar parte del sistema podrido que luego defiende de sus propias fisuras, porque eso significa defenderse a sí mismo. Corleone es un personaje igualmente inocente que asume la responsabilidad de “trabajos sucios” del clan mafioso, ante las amenazas que caen sobre la familia. Según la novela de Puzo, el punto máximo que alcanza el integrarse a la criminalidad familiar consiste en el acto de mentirle a la mujer que ama. En la novela de Eça de Queirós, no sé cuál es ese punto último, pero en la adaptación cinematográfica de Carrera no se encuentra claro. Pareciera no existir, de hecho, ese colmo de la farsa.

    Eso es importante. La evolución psicológica de Michael Corleone es brillante. No hay dudas acerca de los conflictos que pudiera estar teniendo el exsoldado acerca del bien y el mal. Amaro, por su parte, se ve tan feliz en su incursión en la corrupción de mediana escala que nunca nos da la sensación de intensidad que nos brinda un personaje bien construído.

    La culpa no es de Gael García Bernal. García Bernal es un buen actor, sobre todo cuando le piden que llore lo hace de perlas. A mi personalmente me parece que la culpa esta del lado del guión o del lado de la dirección actoral. Si un director pide algo a sus actores, sus actores hacen lo mejor por darlo, pero no darán lo que no se les pide. La historia está en la cabeza del director, él es quién debe exigir consternación o calma o histeria o una sonrisa kodak. Por otro lado, si el guión se aleja del centro de la historia, generalmente el resultado es un efecto que se desdibuja, que se diluye y nos conduce a otro lado o a ninguno.

    Ese me parece el caso de Amaro. Amaro no tiene tiempo para pensar. Amaro se ve envuelto en tantas visicitudes que dificilmente podría reflexionar, darse cuenta de lo que hace y reforzar así el que asuma su cinismo por no salir del pozo. El guión de El crímen del Padre Amaro se esfuerza tanto en denunciar la corrupción en la iglesia que se convierte en un montón de retazos unidos por una excusa. En cambio Corleone no es una excusa. Corleone evoluciona, piensa, calla; los tiroteos, la corrupción, los “favores”, son parte de la historia, pero no se salta de uno al otro a través de una excusa, sino que uno siente natural el pasar de una a otra paila del infierno llevado de la mano de Pacino.

    Amaro parece evolucionar a escondidas del guionista, que se enfoca más en lo que sucede a la iglesia que en lo que le sucede a él; que se esfuerza tanto en la construcción de personajes secundarios que olvida por completo a su personaje principal.

    Amaro recibe una lección de fidelidad de parte de su admirado sacerdote incorrompible que es excomulgado y así, como si nada, se monta en su camioneta y se va. Amaro lleva a exseñorita a abortar y afuera de la clínica, sólo, de madrugada, un elemento lo confronta con su humilde pasado, pero de inmediato, antes de que algo pueda suceder en la cabeza del padrecito, se desangra la niña y otra vez el corre y corre, lo cual además de restar verosimilitud (mal que aqueja a películas tan negativas como Requiem for a dream o tan balurdas como Speed), aleja (iba a decir “espanta” termino que me parece más acertado) todo posible impacto en el espectador.

    Espero que despues de haber escrito tanto, haya habido tiempo para exponer una idea y no terminen por pensar que dos cuartillas se pudierna resumir en un “Carrera estuvo bien, pero Coppola es Coppola”.


   
   

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La mujer elefante

    Un tema, más bien un tópico, ha regresado a las páginas de la prensa cultural: la imagen “belicosa” de la mujer en el cine contemporáneo. Cada reportero ha emitido, mal que bien o peor es nada, su veredicto sobre el asunto, aunque hay honrosas excepciones. Alexis Correia de El Nacional, por ejemplo, cogió el toro por los cachos, con la sensatez y el equilibrio del matador curtido en mil batallas : “Las escenas de acción protagonizadas por mujeres resisten juicios desde dos perspectivas opuestas. Por una parte, se las podría atribuir al afán de los productores de Hollywood de atrapar al público masculino, que sigue siendo el principal comprador de entradas de cine y suele quedar hipnotizado ante una pelea femenina(por oscuros motivos inconscientes que van desde el sadomasoquismo al anhelo matriarcal); afán que contribuiría a arrastrar a la mujer al método favorito del cine estadounidense para resolver los problemas sociales, es decir, la violencia. Pero un enfoque menos apocalíptico podría llegar a la conclusión de que Hollywood no está haciendo más que reflejar el rol más activo asumido por la mujer en el siglo XX”.

    Otra lectura menos integrada del fenómeno, vox populi en algunos corrillos académicos, asocia el resurgimiento de la dominatrix a dos huellas, o malos rastros, que ha dejado el elefante republicano sobre la industria cultural norteamericana: la paranoia del estado de guerra permanente y la manía por la autodefensa en contra de las amenazas del terror psicológico y en contra de las intimidaciones del acoso sexual, mediáticamente promocionadas en horario estelar como estrategia transpolítica de desintegración social. Divide a los géneros en una guerra de los sexos, y vencerás en el rating de la pacatería.

    Según esta postura, Terminatrix y Tomb Raider no cumplen únicamente el papel de la gallina de los huevos de oro, pues también personifican el rol de la amazona represiva, vengativa y mujer policía, que además de ponerle la carne fría a más de un amigo invisible, le garantiza continuidad, legitimidad y un nuevo rostro a la ofensiva ética, estética y militar del Charlie conservador de los ángeles confidencial. Su producto anacrónico , de venta en multiplex, cambia de imagen pero no de contenido. El héroe transformado en heroína, el superhombre convertido en superniña, el transexual de la era hermafrodita, el ciborg reensamblado como mujer biónica, no anda pendiente de subvertir el orden con su verbo y acción, sino de dominar el caos con su fuerza bruta, para ganarse unas vacaciones en la playa. Es un reaccionario involuntario , sin una pizca de inteligencia. Cela a su pareja y cree en las relaciones monogámicas, como la mujer de Neo. Trabaja por vocación, “tiene sus gastos cubridos” y vela por el bien de la humanidad, como una hermanita de la caridad. Sueña con la paz mundial como Miss Simpatía, aunque vive de las armas, los combates y la muerte, como Mister Blair. En suma, es el sujeto afín al predicado de las películas elefante: presupuesto paquidérmico, argumento de trompadas redactado con cerebro de maní, dulzura de Dumbo y ética neocolonial de Babar.

    Apuntemos, sin perder el curso del discurso, que Lara Croft, Trinity, las valquirias mutantes de X Men, Electra de Daredevil y el resto de las chicas superpoderosas, no son más que refracciones complacientes, reverberaciones conformistas o clones (con busto de silicón) del prototipo hercúleo constituido por la dominación masculina, y publicitado como ideal corporal de la raza telegénica. ¿Por qué las llaman entonces mujeres del siglo XXI cuando son efectos miméticos del hombre posmoderno en crisis? Por pura y simple demagogia del populismo corporativo.

    En realidad, la ficción publicitaria del cine ha inventado la emancipación femenina más conveniente a sus intereses, aquella que en vez de poner en jaque el juego de Hollywood, termina por venderlo como tabla de salvación, mientras explota y oprime a la mano de obra de costumbre en la fábrica de estereotipos. En fin, por una lado vindica a la Drew Barrymore camorrera, y por el otro, a la latina picara y soñadora como J.Lo.

    En cualquier caso, ser aguerridas y esculturales como Lara Croft, es la manoseada salida de la prisión propuesta por el monopolio de la representación. Si usted está de acuerdo, corra con las consecuencias de hipotecar su propiedad intelectual al único ganador. Si no le da la gana, avance en otra dirección hasta que el usurero pierda la razón.



-Sergio Monsalve
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Far From Heaven

Dir.:Tod Haynes. 2002.

    Tan lejos del limbo y tan cerca del abismo, la cámara de Tod Haynes desciende con parsimonia y lentitud hacia los anillos concéntricos de la divina tragicomedia universal, topándose con los demonios de la discriminación, con las tentaciones totalitarias del desarrollo higiénico y desinfectado de diferencia, con las mediocridades angustiosas del tejido residencial, con el oscuro pretérito de los géneros establecidos y con la otra cara del recordar es vivir.

    A las imágenes míticas de un pasado glorioso y ejemplar, a las reconstrucciones ideales de la memoria reaccionaria, a las restauraciones de la remota fachada de aquella dulce morada, a la nostálgica vuelta a los años cincuenta para pretender reformar el futuro sobre la plataforma del ayer, a la loca evasión del presente para intentar atrapar (si puedes)una moraleja de los buenos viejos tiempos, Haynes antepone el andamiaje social, las ruinas culturales, los escombros, y las raíces del segregacionismo, la discriminación, la distinción, y el racismo.

    Acostumbrado a los simulacros historicistas de Hollywood, a la ilusión de una memoria sin contradicciones, a la remembranza posmoderna de un antes uniformado y sin “muchachos de color extraño”, el norteamericano promedio estima y supone como real, como veraz, como ideal, la ficción oficial de la posguerra, la utopía de un sueño americano todo bondad y sin límite de crédito, donde cualquier vestigio de alteridad étnica sobrevivía a las duras penas del esclavismo doméstico, mientras la publicidad cinematográfica exaltaba la belleza y el poder de la clase dirigente, por voz y voto del star sytem.

    Y así como el afroamericano fue sistemáticamente borrado de la memoria fílmica, las demás minorías sociales corrieron con la misma mala fortuna. No es hasta Haynes cuando finalmente podemos verlas reunidas, de una manera digna y memorable, en un fresco antológico sobre la era dorada del american way of life, saturado por los colores chillones del melodrama académico, y por la paleta del precursor del folletín interracial, Douglas Sirk.

    “Douglas Sirk era dueño de un estilo único, lujoso y elegante, con predominio de extraordinarios interiores, profusión de imágenes reproducidas en espejos o enmarcadas por ventanas, un colorido brillante y adecuado a cada escena, un distanciamiento que se expresaba tanto a través de sus personajes como de la extrema estilización de sus tomas y, al mismo tiempo, un sentimentalismo rabioso que le dio pie para llenar sus películas de los más filosos comentarios sociales”(1). Y como en las películas de Almodóvar, en los melos de Sirk “todos están buscando el amor incorrecto, no aman a quien tienen que amar, quieren ser lo que no son y no son lo que quieren ser. Todos buscan la felicidad y equivocan el camino”(1).

    Haynes siente, sufre y suspira al extraviarse con ellos por la senda de la emancipación y la melancolía. A un paso de la manumisión y a uno de la sumisión, los personajes de Far From Heaven avanzan con inseguridad y recelo hacia la vereda de la liberación, como si estuviesen vigilados en la acera de enfrente por escoltas de la moral. Titubean antes de actuar, se retraen después de proceder, sin lograr escapar del acecho de la culpa. El director los sigue con distancia, los captura en planos generales que denotan desamparo, los descubre en la intimidad de las emociones cohibidas y en el dominio de las sonrisas fingidas. Cuandos sus represores desaparecen, cuando no hay más excusas, interviene el superego, la disciplina personal, el fantasma interno, el vértigo al salto al vacío. Entonces, el miedo los hace retroceder, eludir, esquivar y cerrar su única puerta abierta a la redención. Lejos del cielo, retornan tristes y abatidos al infierno de lo mismo.



1-Gustavo Noriega: Imitación de la Vida, El Amante Cine, año 7, Número 75, mayo 1998, Buenos Aires, Ediciones Tatanka.




-Sergio Monsalve
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Crítica 2 por 1
Código Desconocido. Michael Haneke. 2000.
Todopoderoso. Tom Shadyac.2003.

    El mercado cinematográfico, como institución y como medio, subsiste, pervive y trasciende gracias a un código audiovisual, mundializado a conveniencia por el etnocentrismo mercantil, legitimado por la lógica industrial, estandarizado por un pacto de no agresión entre la oferta y la demanda, constituido por una serie de disposiciones contractuales, de fácil traducción para el común de los mortales, con una clara tendencia al estereotipo, y una predilección a manifestarse en principios y confines conocidos por todos.

    En efecto, sabemos desde Roma que “la finalidad de los códigos es la de unificar el derecho y facilitar su conocimiento”. Es decir, aglutinar y simplificar un cuerpo de leyes, supuestamente universal, para legitimar una normativa particular, y así contrarrestar, penar, vigilar o simplemente castigar cualquier desacato a la regla dominante.

    En el extremo, los códigos (tipo Hays) llegan al absurdo de la censura previa; en el colmo de la frivolidad, imponen y ejercen una autocensura de lo obvio como estrategia de comunicación, dirigida a analfabetas funcionales, en desmedro de los lenguajes herméticos, complejos y desconocidos por el cliente que siempre tiene la razón.

    El ejemplo superlativo de un cine a la carta del consumidor es Todopoderoso de Tom Shadyac; el contraejemplo a la mano, Código Desconocido de Michael Haneke.

    Todopoderoso codifica trivialmente la ley de Jim Carrey: predicar a través del “sano humor”, como el evangélico de Bienvenidos, los diez mandamientos deconstruidos por Kiewslowky, en un “esfuerzo sobrehumano” por encauzar al escéptico norteamericano promedio a recobrar la fe en los impugnados dogmas del estado y en la palabra de quienes le engañan.

    ¿De qué modo funciona tal ardid? Absolviendo a las instituciones, empresas y medios de su culpa y gran culpa en el encubrimiento de escándalos corporativos, en el aprovechamiento de la mentira como arma de persuasión colectiva, en el silencio impune ante las verdades de la pedofilia, en el fracaso de la economía, en la discapacidad real de garantizar seguridad, en la inestabilidad de pobres, parias y segregados.

    Por ende, el poder de cambiar las cosas, dice Todopoderoso, no radica en Washington, NBC y Wall Strett, sino en el espíritu del hombre de a pie, en el corazón del buen samaritano, reconciliado con Dios, consigo mismo, con el trabajo, la familia y la propiedad. “Tu puedes hacer la diferencia”, concluye la película bajo el formato y la dimensión de una campaña de beneficencia en pro de la donación de sangre. “Tu eres el capitán de tu destino”, reza por igual el credo new age, librando de responsabilidades y deudas sociales a los dueños del barco, a los que lo hunden con gente no sin antes abandonarlo. “Sálvese quien quiera”, decreta finalmente el único código conocido por Tom Shadyac. “Otra cosa es que pueda”, agregaría el de Haneke, sin ánimo retórico y con disyunción expositiva, pues todas sus películas “describen una sociedad fragmentada, y la forma que utiliza para mostrarlo es justamente la fragmentación. Lo que se ve en las películas está de acuerdo con esa estética. La gente no se habla más que mecánicamente, no hay sentimientos, nadie es feliz, no hay comunicación”, apunta la redacción de El Amante.

    ¿Cuál es el objetivo de su cine, y más específicamente el de la obra que nos ocupa? En el aspecto formal, quebrantar la ley del código imperante, transgrediendo su narrativa, subvirtiendo su orden, trastornando su épica y su método. En este sentido, el montaje más que empalmar imágenes o contribuir a la simplificación del discurso, desconecta, interrumpe y suspende. El enlace de las tomas es rústico, inesperado, incómodo, y su función es ensamblar planos secuencias, encuadres estáticos, fotografías, rostros desencajados, situaciones embarazosas, momentos angustiosos.

    En el ámbito temático, Haneke retrata la miseria del mundo Europeo, sin concesiones con el código de Amelie. Sus películas constatan el desamparo, la xenofobia, la represión constitucional,el racismo velado,la dominación masculina,la exclusión, la guerra, el genocidio; el contexto disimulado y evadido por tanta postalita largometrada entre París, Barcelona, Roma, Berlín y Londres.

    Al cine turístico, hecho para peregrinos intelectuales adictos al boato cultural de museos y mausoleos de la estética, Haneke responde con el más desconcertante de los viajes: el tránsito sin retorno, sin gloria, a la patria de lo anónimo, de lo ignorado, de lo escondido, de lo indocumentado y de lo desconocido por el código vigente, todopoderoso y omnipresente.



-Sergio Monsalve
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Destino Final 2

Dir.: David R. Ellis. 2003.

    Va de lo mismo que en la primera pero sin entrar en rodeos, sin alardes metafísicos, con menos presupuesto, aunque bien administrado para efectos de la matanza juvenil con ribetes de ironía gore.

    Directo al grano o al filo, sin dar muchas explicaciones, la muerte hace acto de presencia, o de ausencia omnipresente, desde los créditos hasta la ficha técnica, cargándose al casting por completo, de la A a la Z, uno por uno, como en una lista roja de Ted Bundy, retratada cruelmente por un fotógrafo del pánico como Enrique Mitinides, pero sin su experiencia, o como el borrascoso David Cronenberg, pero sin su inspiración.

    La película abre con un aparatoso accidente automovilístico, donde los carros vuelan y explotan como en Matrix Recargado (o como en Ben Hur), mientras son perseguidos por una indiscreta cámara car como la de Rápido y Furioso, cuya función es imprimir a la obertura el dinamismo y la velocidad de una transmisión de Formula 1, bajo el suspenso de la colisión fatal por el irregular estado de la pista húmeda, y las adversas condiciones climatológicas.

    Garantizado, declarado y anticipado el choque con muertos, el único interés de la escena recae en descubrir el monto del saldo en rojo, en responder a dos preguntas del sensacionalismo charcutero: cuántos fallecen en la tragedia y cómo. A partir de entonces, la película nos alienta a conformarnos con la espera pasiva del destino final de cada personaje, o con el desarrollo de la única guerra avisada que acaba con todos los soldados, por descuidados.

    La ejecución cinematográfica del pelotón del desastre corre por cuenta de la estética snuff, en su variante satírica. Los distraídos cadetes, en perfecta formación, concurren voluntariamente al paredón de su fusilamiento. Los primeros en llegar se sacrifican en honor al esparcimiento y a la recreación de los fanáticos de Jackass, indiscutibles consentidos del teatro de la crueldad ajena. Los últimos, ya con más cautela y menos resignación, intentan oponer resistencia a la pena mayor, en aras del suspenso y de la falsa expectación; pero en definitiva ninguno elude su cita con el verdugo de la diversión.

    Tarde pero seguro, los personajes cometen errores fatales, por incurrir en pecados capitales. Tal como en Seven, la muerte castiga al avaro, a la vanidosa, al soberbio. En cada sacrificio descubrimos la sobrecarga de la justicia moralista, pero el humor negro compensa la condena del director a las vanas esperanzas de vivir por siempre de la juventud arrogante.

    El gran tema del miedo a la muerte, sí, pero con más hueso que seso. El terror ante la extinción de la civilización, es verdad, pero con menos reflexión que especulación. El arte de la muerte en diferido por la era del holocausto en vivo.



-Sergio Monsalve
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