Ausencias

                      Miedo a la muerte

                      Miedo a la muerte
                      es haber vivido
                      sin haber hecho nada.
                      Yo no temo a la muerte
                      pues creo haber hecho
                      algo en mi vida
                      Morir sin dejar rastro
                      Es morir como tierra estéril,
                      yo ya tengo fruto.
                      Tal vez no sonría a la muerte,
                      Pues el miedo existe,
                      Pero moriré con serenidad.
                      Y al morir dejo
                      Lo que más he querido:
                      ¡La vida, mi familia y el amor!

                      -Carlos Patrón Méndez


Llegué a misa cuando esta ya llevaba por lo menos veinte minutos de haber iniciado. No pude llegar antes. El moverse en el sur de esta ciudad es complicado si no se cuenta con auto y es más difícil cuando un necio como yo se decide a caminar por estas calles empedradas de Coyoacán a las siete de la noche. Había recibido una llamada al teléfono celular por la mañana, una de esas llamadas no deseadas que generalmente otorgan problemas o malas noticias, esta vez mi madre me anunciaba la celebración de la misa de “un año” de mi amigo Jorge.

Revisaba buzón electrónico en la computadora de la compañía (la diaria revisión que efectuaba al terminar mi trabajo) cuando un correo de mi hermana me comunicaba que, una llamada a las cuatro de la mañana les había notificado la muerte de Jorge, el hermano de Gerardo, mi mejor amigo en la infancia. No sabemos lo que pasó -decía el e-mail- pero al parecer se estrelló a gran velocidad mientras regresaba de Cuernavaca, la muerte fue inmediata. Me levante de mi asiento y fui en busca de un cigarrillo, tengo la costumbre de dar humo a los muertos, como para otorgarles el copal o incienso que no se tiene en ese momento a la mano.

Pidió un piano pero tan solo le pudimos dar una guitarra, la tomo entre sus manos y le colocó un beso en el cuello, Que bien besas Zapata!! -murmuró y lentamente comenzó su interpretación-. Si no hubiera visto las fotografías en blanco y negro no hubiera creído que en realidad había acompañado a Pedro Infante y a Pedro Vargas al piano en los años dorados del cine nacional. El inge Zapata (como le conocíamos sus colaboradores, si así me puedo considerar) era un tipo de esos que ya no se encuentran, joven de alma a más no poder dispuesto a tomar cualquier proyecto en sus manos sin importarle que aún no terminara su trabajo final de doctorado o que el presupuesto anterior hubiera sido rechazado.
Las tardes con el inge podían bien ser de lectura, de ayuda en instalación de software, de sesiones larguísimas tras el osciloscopio o bien de el tema más importante para una persona como él que dedicaba tanto tiempo a la ciencia: las mujeres. Llenaba el pizarrón de ideas, el laboratorio de cantos, las calles de piropos y nuestros oídos de aquellas anécdotas de cuando estuvo en Cuba como profesor.

Una vez un cubano casi me mata porque le dije que el primer país socialista de América no había sido Cuba sino mi patria Yucatán, no volví a decirlo en la isla, casi me mata coño!!

La casa de Gerardo se encontraba a cuadra y media de la mía, por lo que muchas de mis tardes las pasaba jugando dentro de la inmensa sala con piso de mármol o bien en el patio que para mi edad representaba un verdadero campo de fútbol. La familia la conformaban la madre y tres hermanos, de los cuales Gerardo era el menor y Jorge el mayor así que un miembro más no era por nada rechazado, por el contrario en poco tiempo fui aceptado como parte activa del clan. Jorge hacía las veces de padre esporádico de la familia y un buen día fui presentado con su novia Isabel quien ya esperaba un bebé, fue una sorpresa, una agradable sorpresa.

La boda de Jorge fue todo un acontecimiento, realizada en un salón de la Naval Mexicana, Jorge e Isabel lucían radiantes como novios y como padres de un niño de tres años. Más tarde él tomó las riendas de los negocios de su padre y en una platica decidió habitar la casa que en ese momento rentaba mi papá. Así paso a la categoría de buen inquilino y mejor amigo de mi padre ya que pasaban bastante tiempo platicando de las actividades de ambos, riendo de las bromas y las ocurrencias provocadas por el buen humor del joven empresario.


Un día, desde tierras belgas escribí un correo al Inge del cual no recibí respuesta, era lógico, él no estaba del todo familiarizado con el uso de la computadora y hacía lo memos necesario para tener contacto con estos artefactos. Así que me decidí a llamarle y sabiendo que pasaba más tiempo en el laboratorio que en su propia casa llame a su guarida. Una persona tomó el teléfono y me comunicó que “el Maestro Zapata” no se encontraba, había salido un día antes a un congreso en Vallarta y que precisamente este día tenía una ponencia, así que no regresaría en los próximos dos días. Me despedí sin dejar recado y me prometí llamarle la semana siguiente.


Al estar fumando aquel cigarro que prendí tras el recuerdo de Jorge no pude evitar el preguntarme que habría pasado en la carretera para que él se estrellara, pero no quise imaginarlo. La última vez que lo vi platicábamos en la sala de su casa mientras sus dos hijos veían la televisión e Isabel nos servía un vaso con agua de limón.
Su recuerdo evocaban los pasteles y las gelatinas servidas en los cumpleaños de Gerardo (era él quien se daba a la tarea de comprarlos cada año), los juegos que seguían al pastel, la primer boda a la que asistí solo así como aquel viaje a Cancún que ya nunca podremos realizar juntos.

El humo del cigarrillo también me llevó al primero de ellos que encendí en los pasillos de la empresa: el cigarro dedicado al Inge Zapata. Esa vez como lo prometí, no una sino dos semanas después llamé al laboratorio esperando poder entablar mi deseada conversación. El mismo encargado me contesto y después de pedirle hablar con el Inge cambió de su habitual tono de voz a uno más pausado, entrecortado, me dijo que el Inge había fallecido mientras se encontraba en el congreso de Vallarta y unos días antes había sido sepultado en la ciudad de México. Había dejado de existir apenas momentos antes de dar comienzo su presentación. No me atreví a pedir detalles y casi de inmediato terminé con la llamada.

La misa terminó puntual. Afuera de la iglesia pude ver a toda la familia congregada, faltaba Gerardo pero lo vería mas tarde en casa de su mamá. La noche había caído y Coyoacán lucía majestuoso en vísperas del dos de noviembre, con este panorama como fondo y con un viento muy fresco me sentí en un funeral atrasado, sentí la trágica ausencia en el no encuentro con mi amigo y la clara falta de una pieza como en un juego de ajedrez, sólo que en este caso el juego no concluía.

Camino a Xochimilco pude ver el instituto donde el Inge Zapata laboraba, imaginé que la visita al laboratorio me provocaría la misma sensación que había experimentado después de misa, el lugar estaría plagado de esa maldita ausencia apenas experimentada.

Aún en el auto, Isabel me entregó el recordatorio de la misa, no pude hacerlo antes, dijo y lo puso en mi mano derecha. Pensaba en la muerte de mis amigos, en que ahora estrían unidos por el maldito recuerdo de que haber muerto en mi ausencia. Pensaba en esas dos muertes cuando abrí el pequeño pergamino del recordatorio, leí las fechas, los nombres y el pequeño pensamiento con que concluía. Después de mi lectura comprendí que aquello que me une ahora a mis amigos no es la muerte y su ausencia sino la vida que ellos llevaron y de la cual tengo la fortuna de formar parte, una pequeñísima parte. El pensamiento lo agregué al principio de este escrito esperando que como Jorge y el Inge Zapata yo también pueda, algún día, adaptarlo a mi vida o adaptarlo a mi muerte.


-TLACUILO
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