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Reventada por dentro


    

     –Tranquila no me voy a morir.

     Le dijo a ella estando tendido en el suelo. Ella tenía los ojos clavados en él, con una mirada penetrante que lo atravesaba. El cristal formado por las lágrimas en sus pupilas le daba una tonalidad acaramelada cambiándole su negro color natural.

     El suéter de ella estaba empapado de sangre. La gente que iba llegando los señalaba. Al salir de la momentánea inconciencia se sintió protegido por ella, lo había levantado como pudo para apoyarlo en ella, de una manera tan natural, tan maternal, tan salvaje, que no le pasó por la mente que a los atropellados no se les debe mover. Lo abrazaba tan fuerte y el no sentía nada desde que volvió de la inconciencia del golpe.

     La gente que los señalaban hablaban entre si, comentaban lo que no sentían, decían lo que veían y curioseaban. Llegaron dos oficiales de policía que se estaban encargando de guiar los carros fisgones que pasaban muy lentamente.

     Ella tenía el cabello tieso por la sangre, después que pudo terminar de acomodarlo se paralizó por completo para completar el silencio. Todo lo que llevaba por dentro lo sacó por una lágrima fina y eterna.

     Mientras la veía suspirar para tomar aire y para descongestionar su nariz el se acordó de una vez que iban en el carro camino a su casa. Venían del cine después de recogerla a casa de doña Teofelina, su abuela enferma. Faltando unas cuadras para llegar a la casa de ella se tumbó en las piernas de él y empezó a llorar. Le preguntó si quería que diera unas vueltas y con la mano le dijo que si. Al cabo de media hora fueron por un helado. Había dejado de llorar. Cuando se estaba comiendo el helado se vio una pequeña mancha muy cerca de la rodilla en dónde ella se había tendido a llorar. El no le quiso preguntar que le estaba pasando, aunque el nudo en la garganta le crecía a medida que aumentaba el gimoteo de ella. Al día siguiente ella faltó a clases. Fue cuando supo sin saber que doña Teofelina se había muerto. En el velorio le agradeció la compañía del silencio con un beso en la mejilla.

     Sintió un pinchazo helado en los dedos del pie derecho cuando ella se movió al escuchar por la radio de los oficiales que la ambulancia estaba en camino. Ella limpió sus manos, se las secó de sangre, y le quitó el anillo de la mano izquierda, mientras le agradecía al oficial el pañuelo que le estaba dando con una sonrisa. Cuando se estaba guardando el anillo, él volvió a sentir el pinchazo.
     No era una tarde de invierno común, hacia calor, el tenía calor. Y la calle en donde estaban quedaba en las afueras de la ciudad. Los autos estacionados en el chaflán de la esquina ayudaron a los oficiales a mantener a los nuevos curiosos lejos.

     Le volvió a la mente otro recuerdo. El la había invitado a su casa para celebrar el primer mes de noviazgo con un almuerzo. Ella había aceptado a pesar de que toda su familia estaba reunida en casa de doña Teofilina, esperando las noticias de sus padres que estaban en el exterior. Mientras comían una de sus tías la llamó y ella le mintió que estaba en casa de una amiga. Porque no le había dicho que estaba almorzando con su novio, inquirió el, y ella le respondió que a su mama la estaban operando fuera del país. El cambió el tono de queja por uno de aflicción y le preguntó si era seria la operación. Ella le respondió que quería dejar pasar más el tiempo y consolidar la relación primero antes de formalizarla con la familia. Terminaron de comer. Cuando estaban tomándose el café, el volvió con el tema del noviazgo y la familia. El no entendía el punto de vista de ella. Le decía que no veía nada malo en que supieran que estaba empezando a salir con alguien. No compartía su doctrina de perfección llevada en la vida, de que todo debía de estar perfectamente planeado y previamente ensayado. Si no funcionaba la relación su familia debía entenderlo. Que no tenía que estar montando amigos invisibles en el carro cada vez que salían juntos. Mientras le hablaba ella lo veía con la misma mirada penetrante que lo atravesaba. En esos momentos de desasosiego ella lo utilizaba como a un objeto. Una media esfera de vidrio macizo con función de pisapapel y que agrandan las minúsculas letras del texto que está sosteniendo. Ese texto eran los pensamientos de ella, confusos por la presencia del final. Ese pisapapel era él, que le permitía a ella hilvanar sus ideas. Pero sólo el amor que estaba naciendo hacía él le permitía la doble funcionalidad de transparencia y de lente macro, y con el tiempo la transparencia se fue clareando y el lente aumentando. Por eso él sentía esa mirada que lo atravesaba, que aunque lo estaba viendo, lo veía para ver mejor lo que estaba dentro de ella, a través de él. Pero cuando le preguntó si estaba de acuerdo con sus argumentos, le respondió con una lágrima que su mamá la estaban operando para quitarle un tumor maligno y que estaba luchando con la muerte en ese mismo momento.

     Llegaron los médicos en la ambulancia. Los oficiales ayudaron a despejar el área. La mujer que parecía dirigir la emergencia le devolvió la sonrisa que siempre tuvo desde que salió de la inconciencia producida por la envestida de la maquina. Mientras ella se sacudía del sucio de la calle se metió la mano en el bolsillo para verificar que seguía estando lo que había metido minutos antes. Después de hablar con la doctora que seguía con la sonrisa la dejaron ir en la ambulancia.

     En el camino hacia el hospital se preguntaba porqué tuvo esos recuerdos. Esas porciones de la vida que llevaban juntos. Y no entendía el porqué de esos dos momentos. Pensó en lo que decían con respecto a recordar momentos pasados antes de morir. Y lo llevó a pensar en la muerte, que relacionaba todo, los recuerdos, el accidente que acababa de tener, la ambulancia, la sangre, la lagrima, las inyecciones, el olor a hospital, el frío que veía en el metal. Pero el no se estaba muriendo, el no sentía nada. La doctora que iba en el asiento delantero se volteó a decirles con la sonrisa que estaban llegando. Ella sacó el anillo del bolsillo con intenciones de volvérselo a colocar pero una de las enfermeras contagiada con la sonrisa de la doctora le colocó la mano en el antebrazo. Al voltearse hacía ella le dijo que no con los ojos y con la boca

     –Guárdatelo de nuevo, que cuando lleguemos vas a tener que esperar afuera, y ahí si te lo van a quitar– Mientras se lo guardaba el le presionó la mano con la fuerza que le quedaba y que nunca le había soltado, se dio la vuelta y sumándose a los sonrientes le asintió con una lágrima el último comentario que el le hizo antes que lo bajaran de la ambulancia.

     –Tranquila no me voy a morir.



-Guacaipuro Primera Velásquez
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